Hace unos años, en mi empeño por encontrar una Trufa negra (Tuber melanosporum) por mis propios medios, es decir, sin la ayuda de un perro adiestrado, comenté la increible variedad de aromas que se pueden apreciar en unos pocos palmos de suelo, en un encinar calizo, excavando un poco, agachándose y acercando la nariz.
Finalmente, me he convencido de las limitaciones de mi pituitaria para oler a cierta distancia estos hongos subterráneos (hipógeos), así como las de mi vista para detectar cierta mosca indicadora de la presencia de trufas bajo el suelo, y el otro día acompañé a unos amigos a buscar esta escondida riqueza micológica de nuestro bosques, con la inestimable ayuda de una perra capaz de detectar cualquier carpóforo de hongo hipógeo, por pequeño que sea y por débil que sea el aroma que este emita.
La práctica totalidad de los hongos hipógeos emiten un aroma característico, al objeto de que puedan ser detectados por determinados animales (jabalíes, ratones, ardillas, tejones, ciervos, corzos, conejos) que los desentierren y los devoren dispersando así las esporas que contienen estas fructificaciones (carpóforos).
Resultaba ciertamente espectacular observar las rápidas evoluciones de la perra, llena de energía y vitalidad, mientras recorría el bosque hasta que se detenía y escarbaba en el lugar exacto en que se encontraba el carpóforo subterráneo, debiendo acudir rápidamente su dueño para apartarla y examinar el hoyo con cuidado mediante un cuchillo trufero, una especie de grueso punzón especial para realizar esta delicada tarea.
Pero lo más asombroso de todo es que la única recopensa que la perra exige a cambio de encontrar estos tesoros subterráneos es que le lancen un palo para jugar.
De esta forma, en un paseo de poco más de un kilómetro, entre hayas, quejigos, encinas y enebros, en unas dos horas logramos encontrar varias docenas de carpóforos pertenecientes a cinco géneros distintos, cada especie con su aroma característico, más o menos intenso y más o menos agradable, dependiendo de la nariz de cada persona, del estado de madurez del carpóforo y del tiempo transcurrido desde su extracción, ya que algunos que inicialmente resultan medianamente agradables al ser desenterrados, se tornan más bien desagradables al desarrollar un olor pútrido con el transcurso de las horas, tal y como sucede con Tuber foetidum (quinta foto). Pero lo cierto es que el festival de cabriolas de la perra y aromas de suelos y hongos fue francamente espectacular.
Los aromas de estos hongos son tremendamente complejos y difíciles de describir, pero haciendo un esfuerzo de imaginación me atrevo a decir que la Tuber brumale (cuarta foto) huele a una mezcla entre mejillones al vapor, estofado de perdiz en escabeche y gas butano, este último aroma (bituminoso) aparece en muchas otras trufas (género Tuber); así en la especie Tuber excavatum (sexta foto) el olor a gas se combina con el ácido de la seta Suillus luteus y con el aroma de las avellanas, resultando una mezcla armoniosa pero mucho más suave y sutil que el fuerte y penetrante aroma de Tuber brumale.
Muy agradable resulta también el aroma a frutas exóticas de Gautieria morchelliformis (tercera foto), un aroma que comparte con Hymenogaster luteus (primera foto), si bien esta última especie lo combina con un curioso olor a blandiglub y plastilina, con un toque de resina.
Quizá la especie de las encontradas en esta inolvidable jornada, con un aroma menos intenso, si bien agradable, sea la bella, aunque diminuta y hueca, Genea pulchra (segunda foto).
Es curioso como en lo profundo del suelo de un bosque, muy alejado del mar, uno puede encontrar pequeños y ocultos seres vivos que huelen en parte a mejillones o caracolillos de mar. También los hay que huelen a ajo o cebolla (olor aliáceo). Pero lo que más me ha sorprendido es que, después de vivir esta intensa experiencia sensorial, mi sentido del olfato no ha vuelto a ser el mismo de antes, ya que ahora detecto el matiz de ciertos aromas fúngicos en cosas tan emotivas como pueden ser: un beso en la boca, la piel de un bebé o el pelaje de una mascota.
El olor de algunos hongos ha conseguido incluso que recupere recuerdos casi olvidados de la niñez que tenía escondidos en lo más profundo del cerebro, tales como: el viejo abrigo que solía llevar mi abuela, el estofado que cocinaba mi madre o la sensación de entrar en el colegio, con esa mezcla de olores a plastilina, tiza y comedor de cuartel.
Además de estos tesoros sensoriales y gastronómicos que son las trufas, setas y hongos en general, el suelo del bosque cuenta con inumerables plantas medicinales, melíferas, comestibles por los humanos, pastables por el ganado o, sencillamente, de una belleza extraordinaria. Si bien hay que recordar que también hay setas y plantas tremendamente tóxicas o venenosas.
Pero, sin duda, el valor más importante de los suelos forestales se encuentra en su insustituible labor de mejora de la fertilidad mediante la acumulación de materia orgánica, así como para frenar la escorrentía y aumentar la infiltración y capacidad de retención de agua, evitando así la erosión y regulando el caudal de nuestros ríos.
Realmente, los suelos forestales... y esa perra trufera son unas auténticas minas de oro.
Resuena en el sombrero: “Goldmine”.- Colleen Green (New York (USA), 2012).
Texto y fotos by Mad Hatter: 1ª) Hymenogaster luteus. 2ª) Genea hispidula. 3ª) Gautieria morchelliformis. 4ª) Tuber brumale. 5ª) Tuber foetidum. 6ª) Tuber excavatum.