Un frío anochecer de finales de noviembre del año 882, un pequeño bando de zorzales alirrojos que se encontraba de paso en su viaje migratorio hacia el Sur, se refugió en una mata de acebo para alimentarse con sus rojas bayas y pasar la noche a resguardo del viento, antes de acometer la dura tarea de atravesar la Sierra de Moncalvillo.
El acebo se encontraba entre los peñascos del borde de un canchal, en una ladera de umbría, estratégicamente situado a sotavento del cierzo helador, en el claro de un hayedo.
Los zorzales, al defecar durante la noche, dejaron el regalo de una semilla de tejo que quedó dormida entre los intersticios de las rocas del canchal.
Pasaron dos primaveras, hasta que en el amanecer del radiante día del 23 de mayo del año 884, la semilla de tejo despertó de su letargo y emitió un tierno brote, mientras en la lejanía del valle del Iregua resonaba el fragor de la batalla de Clavijo, y el resplandor del sol reflejado en la espada que blandía Santiago Matamoros iluminó fugazmente sus verdes hojas.
Esta batalla de Clavijo se produjo como consecuencia de que el rey cristiano Ramiro I de Asturias se había negado a pagar los tributos de los emires árabes, especialmente el tributo de las Cien Doncellas, lo cual exasperó a las huestes musulmanas que acudieron raudos a la Guerra Santa contra los cristianos, quienes vencieron debido al auspicio del Apóstol Santiago, que se le había aparecido en sueños al rey Ramiro I.
En apoyo del rey también acudió el noble Don Sancho Fernández, a quien se había encomendado la defensa de Cameros y La Rioja. En mitad del combate, perdida su arma por circunstancias de lid, tomó Don Sancho una rama de tejo y la empleó como arma ofensiva contra los musulmanes, al grito de "¡Teixedo!". A raíz de estos acontecimiento se fundaron los solares de Tejada y Valdeosera.
Unos años más tarde, en el 918, Ordoño II de León y Sancho Garcés I de Navarra unieron sus fuerzas para atacar las propiedades riojanas de los Banú-Qasi del emir Abderramán II; tras una campaña fulgurante, el rey navarro fortificó los castillos de Arnedo y Viguera. Pero el control cristiano fue efímero, ya que el 31 de julio del 920, Abderramán III entraba de nuevo en el castillo de Viguera, tras su victoria en Valdejunquera, haciéndolo destruir al encontrarlo vacío. Tres años después, reconquistaba la villa el rey navarro Sancho Garcés I.
Mientras los hombres andaban atareados en sus violentas disputas y contiendas, la vida de nuestro joven tejo transcurría sin demasiados contratiempos en la tranquilidad de su alto canchal, únicamente perturbada muy de vez en cuando por algún desprendimiento de rocas, la acción del hielo y la nieve, o quizás algún que otro mordisco de algún corzo despistado o de alguna cabra que algún valiente pastor se había atrevido a llevar hasta estos abruptos parajes, en los que todavía reinaba el lobo; ya que, en aquellos tiempos, las gentes diezmadas por las hambrunas del medievo y las manadas de lobos hambrientos, mantenían a raya a las poblaciones de caza mayor, hasta llevar a los cérvidos al borde mismo de la extinción.
Por eso, cuando en los siglos XIII y XIV se produjo el apogeo ganadero impulsado por el Honrado Concejo de la Mesta, nuestro tejo, que ya contaba con más de 400 años, había alcanzado una altura y porte suficientes como para escapar sin problemas al ávido diente de la cabra y la vaca, y los acebos y las hayas que le hacían sombra en sus primeros años, hace tiempo ya que murieron de viejos y sus troncos putrefactos yacían a su alrededor aprovisionándole de esponjosa materia orgánica repleta de nutrientes, que le ayudaron a crecer y extender su oscuro y follaje por esa zona del canchal, entre cuyas rocas ya despuntaban algunos nuevos retoños procedentes de semillas de la vieja madre tejo.
Los despojos y restos de las ramas, cortezas y hojarasca del tejo contienen unos alcaloides tóxicos con un notable efecto alelopático, de manera que impiden la germinación de plantas bajo su copa y de árboles competidores en las proximidades.
Con la madera de tejo se fabricaban los arcos de mayor alcance de la época, lo que motivó que fuese una especie protegida por la Corona Inglesa durante la Edad Media, siendo la horca la pena que se imponía a quien osara cortar o dañar un tejo real. Sin embargo, nuestro protagonista ibérico, que vive en un apartado canchal de la Sierra de Moncalvillo, es posible que sufriera alguna que otra poda proferida por algún aprendiz de Robin Hood.
En 1398 se firmó la llamada Concordia del Monte Moncalvillo, mediante la cual se reguló la explotación de dicho monte, fijándose los límites de aprovechamiento común a ambos concejos: el de las Villas del Campo (Navarrete, Manjarrés, Sotés, Hornos, Daroca, Entrena, Sojuela y Sorzano) y el de las Villas del Iregua (Nalda, Viguera y Castañares de las Cuevas).
Durante el siglo XVI se roturaron activamente los bosques para extender la superficie cultivada ante la mayor demanda de alimentos de la creciente población.
En este período de aumento considerable de la presión humana, nuestro ya maduro tejo de 700 años, junto con sus vástagos de 100 a 500 años, consiguieron aguantar el azote del fuego y el hacha, acantonados en su inexpugnable refugio del canchal serrano.
En los siglos XVII y XVIII la ganadería entró en un período de crisis que culminó con la desaparición de la Mesta en 1836.
Un hito importante para la protección de estos montes se produjo con la promulgación en 1748 de las Reales Ordenanzas para repoblar los montes con hayas, encinas, robles, castaños, nogales y chopos, aprovechando riberas y vertientes, de manera que cada vecino debía plantar al menos cinco árboles en tierras baldías y montes.
Estos montes, al estar cubiertos por especies norteñas, tales como hayas, robles y acebos, tuvieron la suerte de escapar a la Desamortización de Mendizábal y la Ley Madoz (1834 – 1855), por las que numerosos montes públicos y propiedad de la Iglesia pasaron a manos privadas, siendo la mayoría de ellos roturados, esquilmados o malogrados. De forma que la inmensa mayoría de los montes de la Sierra de Moncalvillo han logrado conservarse intactos, formando parte del patrimonio de los ayuntamientos, mancomunidades y, a partir del 2001, también de la Comunidad Autónoma de La Rioja.
Sin embargo, durante esta loable última etapa de estabilidad y profesionalidad de la gestión forestal, hay que reseñar que, a raíz de la reintroducción del ciervo en las sierras de la Demanda y Cameros, realizada en los años 1970 mediante la realización de sueltas de ejemplares procedentes de la Sierra de Cazorla y los Montes de Toledo, las densidades de grandes herbívoros (cérvidos + ganado) que se han alcanzado en muchas zonas de la sierra dificultan enormemente la regeneración y el desarrollo de los ejemplares jóvenes de tejo. Si bien, afortunadamente, en la zona del apartado canchal donde vive nuestro protagonista (primera foto) hay unos pocos ejemplares jóvenes que, aunque algo recomidos (quinta foto), parece que tienen el desarrollo suficiente como para garantizar la permanencia de esta antigua y valiosa especie, verdadera joya botánica de nuestros montes.
Es de reseñar el hecho ocurrido el 9 de febrero de 1995 en el anfiteatro de la Plaza Joaquín Elizalde de Logroño, cuando, con motivo de la conmemoración del Noveno Centenario del Fuero de Logroño, Sus Majestades Don Juan Carlos y Doña Sofía plantaron allí un tejo de unos 50 años de edad.
Porque hay que decir que, aunque esta especie es escasa en nuestros montes, resulta bastante frecuente en muchos jardines europeos, así como en los cementerios ingleses y bretones, debido a que, por su gran longevidad, simboliza la vida eterna, existiendo ejemplares cuya edad supera los 3.000 años.
Debo confesar que, cuando realicé las fotos de arriba, no me pude resistir al impulso de abrazar algunos de estos bellos, imponentes, mágicos y longevos árboles. Me sorprendió comprobar lo increíblemente cálido y suave que es el tacto de su corteza. Uno siente que su cuerpo es recorrido por una tremenda energía vital que transmite mucha paz y serenidad ¡Ojalá cumplan otros 1.167 años! ¡Larga vida!