Me ha gustado tanto este artículo, extraído del libro
“Encantado de conocerme”, publicado por Borja Vilaseca en enero de 2008, que
paso a transcribirlo íntegramente:
El viaje del autoconocimiento consiste en trascender
el ego para reconectar con la esencia que verdaderamente somos y donde se
encuentra la felicidad, la paz y el amor que equivocadamente buscamos afuera:
Los seres humanos nacemos en la incosciencia más
profunda. Ningún bebé puede valerse por sí mismo. Depende enteramente de otros
para sobrevivir física y emocionalmente. Tanto es así, que pasarán muchos años
hasta que cuente con un cerebro lo suficientemente desarrollado como para gozar
de una cualidad extraordinaria: la“consciencia”. Es decir, la habilidad de
elegir cómo pensar, qué decir, qué comer, cómo comportarse y, en definitiva,
qué tipo de decisiones tomar a la hora de construir su propio camino en la vida.
Y no sólo eso. Dentro del útero materno, el bebé se siente conectado y unido a su madre y, por ende, a
todo lo demás. Sin embargo, nada más nacer se produce su primer gran trauma: la
separación de dicha unión y conexión con su madre –y con todo lo demás-,
perdiendo por completo el estado esencial en el que se encontraba. De pronto
tiene frío y hambre. Y necesita seguridad y protección. Para compensar el
tremendo shock que supone abandonar el cálido y agradable útero materno, el
bebé comienza a sentir una infinita sed de cariño, ternura y amor.
La mayoría de heridas que nos hacemos se regeneran con el paso del tiempo.
Curiosamente, el trauma generado por el parto es tan brutal, que como recuerdo
nos queda una cicatriz –coloquialmente conocida como “ombligo”-, la cual
perdura en nuestro cuerpo para la posteridad. Parece como una señal que nos
recuerda aquello que hemos perdido. O dicho de otra manera: aquello que
necesitamos recuperar para volver al estado esencial de unión y conexión que en
su día todos experimentamos.
Sea
como fuere, desde el mismo día de nuestro nacimiento, cada uno de nosotros
hemos ido perdiendo el contacto con nuestra “esencia”, también conocida como
“ser” o “yo verdadero”. Es decir, la semilla con la que nacimos y que contiene
la flor que somos en potencia. La esencia es el lugar en el que residen la
felicidad, la paz interior y el amor, tres cualidades de nuestra auténtica
naturaleza, las cuales no tienen ninguna causa externa; tan sólo la conexión
profunda con lo que verdaderamente somos. En la esencia también se encuentra
nuestra vocación, nuestro talento y, en definitiva, el inmenso potencial que
todos podemos desplegar al servicio de una vida útil, creativa y con sentido.
EL REGALO DE ESTAR VIVO: “No eres la charla que oyes en tu cabeza. Eres el ser que escucha esa charla”. (Jiddu Krishnamurti).
Desde un punto de vista emocional, cuando reconectamos con nuestra esencia disponemos de todo lo que
necesitamos para sentirnos completos, llenos y plenos por nosotros mismos.
Entre otras cualidades innatas, la esencia nos acerca a la responsabilidad, la
libertad, la confianza, la autenticidad, el altruismo, la proactividad y la
sabiduría, posibilitando que nos convirtamos en la mejor versión de nosotros
mismos. Es sinónimo de luz. Así, estamos en contacto con nuestra verdadera
esencia cuando estamos muy relajados, tranquilos y serenos. Cuando,
independientemente de cómo sean nuestras circunstancias externas, a nivel
interno sentimos que todo está bien y que no nos falta de nada. Cuando vivimos
de forma consciente, dándonos cuenta de nuestros automatismos psicológicos.
Cuando somos capaces de elegir nuestros pensamientos, actitudes y
comportamientos, cosechando resultados emocionales satisfactorios de forma
voluntaria. Cuando logramos relacionarnos con los demás de forma pacífica,
constructiva y armoniosa, tratando de comprender en vez de querer que nos
comprendan primero.
También estamos en contacto con nuestra esencia cuando
dejamos de perturbarnos a nosotros mismos, haciendo interpretaciones de la
realidad mucho más sabias, neutras y objetivas. Cuando aceptamos a los demás
tal como son, ofreciendo en cada interacción lo mejor de nosotros mismos.
Cuando vivimos en el presente, disfrutando plenamente del aquí y el ahora. Cuando
permanecemos en silencio y escuchamos con toda nuestra atención las señales que
nos envía nuestro cuerpo. Cuando conseguimos ver el aprendizaje de todo cuanto
nos sucede. Cuando sentimos que formamos parte de la realidad y nos sentimos
uno con ella. Cuando experimentamos una profunda alegría y gratitud por estar
vivos. Cuando confiamos en nosotros mismos y en la vida. Cuando abandonamos la
necesidad de querer cambiar el mundo y lo aceptamos tal como es, aportando sin
expectativas nuestro granito de arena. Cuando reconocemos no saber y nos
mostramos abiertos mentalmente a nuevas formas de aprendizaje.
Del mismo modo que sabemos cuando estamos enamorados,
sabemos perfectamente cuando estamos en contacto con nuestra verdadera esencia.
No tiene nada que ver con las palabras, la lógica o la razón. Más bien tiene
que ver con el arte de ser y estar. Y con la sensación de conexión y unión. Lo
cierto es que todos hemos vivido momentos esenciales, en los que nos hemos
sentido libres para fluir en paz y armonía, como si estuviéramos conectados con
los demás de una forma que supera nuestra capacidad de entendimiento. Al
regresar al lugar del que partimos y del que todos procedemos, experimentamos
un punto de inflexión en nuestra forma de comprender y de disfrutar de la vida.
Empezamos a vivir de dentro hacia afuera. Y por más que todo siga igual, al
cambiar nosotros, de pronto todo comienza a cambiar. Sabios de diferentes
tiempos lo han venido llamando “la revolución de nuestra conciencia”.
LA INSATISFACCIÓN CRÓNICA DEL EGO: “Si con todo lo que
tienes no eres feliz, con todo lo que te falta tampoco lo serás”. (Erch Fromm).
Debido a nuestro complejo proceso de evolución
psicológica, desde el día en que nacemos nos vamos desconectando y enajenando
de nuestra esencia, la cual queda sepultada durante nuestra infancia por el
“ego”. Así es como perdemos, a su vez, el contacto con la felicidad, la paz
interior y el amor que forman parte de nuestra verdadera naturaleza. Y, como
consecuencia, empezamos a padecer una sensación de vacío e insatisfacción
crónicos.
El ego es nuestro instinto de supervivencia emocional.
También se le denomina “personalidad” o “falso yo”. No en vano, el ego es la
distorsión de nuestra esencia, una identidad ilusoria que sepulta lo que somos
verdaderamente. Es como un escudo protector, cuya función consiste en
protegernos del abismo emocional que supone no poder valernos por nosotros
mismos durante tantos años de nuestra vida. El ego –que en latín significa
“yo”- también es la máscara que hemos ido creando con creencias de segunda mano
para adaptarnos al entorno social y económico en el que hemos nacido y nos
hemos desarrollado.
Así, el ego nos lleva a construir un personaje con el
que interactuar en el gran teatro de la sociedad. Y no sólo está hecho de creencias
erróneas, limitantes y falsas acerca de quienes verdaderamente somos. El ego
también se asienta y se nutre de nuestro lado oscuro. De ahí que suela
utilizarse la metáfora de la “iluminación” para referirse al proceso por medio
del cual nos damos cuenta de cuáles son los miedos, inseguridades, carencias,
complejos, frustraciones, miserias, traumas y heridas que venimos arrastrando a
lo largo de la vida. Por más que las obviemos y no las queramos reconocer,
todas estas limitaciones nos acompañan las 24 horas del día, distorsionando
nuestra manera de ver el mundo, así como la forma en la que nos posicionamos
frente a nuestras circunstancias.
Por mucho que podamos sentirnos identificados con él,
no somos nuestro ego. Ante todo porque el ego no es real. Es una creación de
nuestra mente, tejida por medio de creencias y pensamientos. Sometidos a su
embrujo, interactuamos con el mundo como si lleváramos puestas unas gafas con
cristales coloreados, que limitan y condicionan todo lo que vemos. Y no sólo
eso: con el tiempo, esta percepción subjetiva de la realidad limita nuestra
experiencia, creándonos un sinfín de
ilusiones mentales que imposibilitan que vivamos en paz y armonía con nosotros
mismos y con los demás. Vivir desde el ego nos lleva a estar tiranizados por un
“encarcelamiento psicológico”, al no ser dueños de nosotros mismos –de nuestra
actitud-, nos convertimos en esclavos de nuestras reacciones emocionales y, en
consecuencia, de nuestras circunstancias.
EGOCENTRISMO, VICTIMISMO Y REACTIVIDAD: “Ni tu peor
enemigo puede hacerte tanto daño como tus propios pensamientos”. (Buda).
Del ego surge el victimismo, la esclavitud, el miedo,
la falsedad, el egocentrismo, la reactividad y la ignorancia, generando que nos
convirtamos en un sucedáneo de quien en realidad somos. Es sinónimo de sombra y
oscuridad. Así, estamos identificados con nuestro ego cuando estamos muy
tensos, estresados y desequilibrados. Cuando permitimos que nuestro estado de
ánimo dependa excesivamente de situaciones o hechos que escapan a nuestro
control. Cuando nos sentimos avergonzados, inseguros u ofendidos. Cuando
vivimos de forma inconsciente, con el piloto automático puesto, casi sin darnos
cuenta. Cuando nos tiranizan pensamientos, actitudes y comportamientos tóxicos
y nocivos, cosechando resultados emocionales insatisfactorios de forma
involuntaria.
También estamos identificados con nuestro ego cuando
tratamos de que la realidad se adapte constantemente a nuestras necesidades,
deseos y expectativas. Cuando nos perturbamos a nosotros mismos,
victimizándonos y culpando a otras personas de lo que nos sucede. Cuando nos
tomamos las cosas que pasan o los comentarios de los demás como algo personal.
Cuando no aceptamos a los demás tal como son, tratando de amoldarlos a como,
según nosotros, deberían de ser. Cuando nos la mentamos por algo que ya ha
pasado o nos preocupamos por algo que todavía no ha sucedido, marginando por
completo el momento presente. Cuando somos incapaces de estar solos, en
silencio, sin hacer nada, sin estímulos ni distracciones de ningún tipo.
Seguimos tiranizados por el ego cuando exigimos,
criticamos o forzamos a los demás. Cuando nos encerramos en nosotros mismos por
miedo a que nos sucedan cosas desagradables. Cuando nunca tenemos suficiente
con lo que nos ofrece la vida. Cuando reaccionamos mecánica e impulsivamente,
perdiendo el control de nuestros actos. Cuando actuamos o trabajamos movidos
por recompensas o reconocimientos externos. Cuando creemos saberlo todo y nos
cerramos mentalmente a nuevas formas de aprendizaje.
En definitiva, cuando experimentamos cualquiera de
estos sentimientos, podemos estar completamente seguros de que seguimos
protegiéndonos tras la ilusión de nuestra personalidad, ego o falso yo, que nos
hace creer que estamos separados de todo lo demás. En última instancia, este
egocentrismo es el que nos lleva a luchar en contra de lo que sucede y a entrar
en conflicto con otras personas, sufriendo de forma inútil e innecesaria. Lo
cierto es que detrás del miedo, la tristeza y la ira se esconde agazapado
nuestro ego, el cual también es responsable de que sintamos que nuestra
existencia carece de propósito y sentido.
LA FUNCIÓN DEL EGO: “El sufrimiento es lo que rompe la
cáscara que nos separa de la comprensión”. (Khalil Gibran).
El ego no es bueno ni malo. No hay que demonizarlo.
Vivir identificados con esta máscara tiene ventajas e inconvenientes. Más allá
de protegernos, cabe insistir en que el ego es la causa subyacente de todas las
causas que nos hacen sufrir. Por eso, al estar identificados con nuestra
personalidad o falso yo, es cuestión de tiempo que, hagamos lo que hagamos,
terminemos fracasando. Porque, tan pronto como alcanzamos una meta, nos provoca
una profunda sensación de vacío en nuestro interior, la cual nos obliga a fijar
inmediatamente otro objetivo. Nuestro ego nunca tiene suficiente con lo que
conseguimos, siempre quiere más. La insatisfacción crónica es la principal
consecuencia de vivir identificados con este “yo” ilusorio.
Sin embargo, hay que estar agradecidos al ego por la
ayuda que nos brindó a lo largo de nuestra infancia. Sin él, nos habría sido
mucho más duro sobrevivir emocionalmente por no decir imposible. De ahí que
éste sea necesario en nuestro proceso de desarrollo. Además, gracias al
sufrimiento provocado por nuestro ego, finalmente nos comprometemos con
cuestionar el sistema de creencias que nos mantiene anclado a él, iniciando un
camino de aprendizaje para reconectar con nuestra verdadera esencia. Y esto
sucede el día que nos damos cuenta de que la compañía del ego nos quita más de
lo que nos aporta.
Por descontado, desidentificarse del ego no quiere
decir librarse de él, sino integrarlo conscientemente en nuestro propio ser. De
lo que se trata es de conocer y comprender qué es lo que nos mueve a ser lo que
somos para llegar a aceptarnos y, por ende, empezar a recorrer el camino hacia
la integración. De ahí surge una comprensión profunda, que nos permite vivir en
armonía con nosotros mismos, con los demás y con la realidad de la que todos
formamos parte. El ego y la esencia son como la oscuridad y la luz que conviven
en una misma habitación. El interruptor que enciende y apaga cada uno de estos
dos estados es nuestra consciencia. Cuanto más conscientes somos de nosotros
mismos, más luz hay en nuestra vida. Y cuanta más luz, más paz interior y más
capacidad de comprender y aceptar los acontecimientos externos, que escapan a
nuestro control.
Por el contrario, cuanto más inconscientes somos de
nosotros mismos, más oscuridad hay en nuestra existencia. Y cuanta más
oscuridad, más sufrimiento y menos capacidad de comprender y aceptar los
acontecimientos externos, que en ese estado creemos poder adecuar a nuestros
deseos y expectativas egocéntricos. Los únicos que podemos encender o apagar
este interruptor somos nosotros mismos. Al principio nos costará creer que
existe; más adelante tendremos dificultad para encontrarlo. Pero, si
persistimos en el trabajo con nuestra mente y nuestros pensamientos, finalmente
comprenderemos cómo conseguirlo. Porque, como todo en la vida, es una simple
cuestión de adquirir la información correcta, así como de tener energía y ganas
para convertir la teoría en práctica, lo que habitualmente se denomina
aprendizaje. Aunque en este caso resulta algo más complicado, la recompensa que
se obtiene es la mayor de todas.
“Yo no puedo más de mí mismo”. ¿Cuántas veces en la
vida hemos pronunciado esta desesperada afirmación? Si la observamos
detenidamente, corroboramos que dentro de cada uno de nosotros hay una
dualidad, dos fuerzas antagónicas –el amor (esencia) y el miedo (ego)- que
luchan por ocupar un lugar destacado en nuestro corazón. Lo cierto es que sólo
una de ellas, es real, mientras que la otra es completamente ilusoria. El viaje
de autoconocimiento consiste en diferenciar entre una y otra, desenmascarando
al ego para vivir desde nuestra verdadera esencia.
Hasta aquí el excelente artículo de Borja Vilaseca,
extraído del libro “Encantado de conocerme” (enero de 2008, portada en la foto de arriba). Al que, únicamente, voy a añadir mi habitual broche final musical:
Lógicamente, la música popular no es ajena a las ataduras del “ego”, el pop, el tango o el flamenco, entre otros muchos estilos, muchas veces se regodean en el dolor, el sufrimiento y el dejarnos llevar en exceso por
nuestras emociones. Sin embrago, también hay excepciones que confirman la regla
como este tema de unos de mis ídolos de juventud, “Tears for Fears”, en la que nos recuerdan que es posible y saludable cambiar:
Resuena en el sombrero: “Change”.- Tears for Fears (Bath (UK), 1983).