lunes, noviembre 13, 2017

DEL EGO A LA ESENCIA




Me ha gustado tanto este artículo, extraído del libro “Encantado de conocerme”, publicado por Borja Vilaseca en enero de 2008, que paso a transcribirlo íntegramente:

El viaje del autoconocimiento consiste en trascender el ego para reconectar con la esencia que verdaderamente somos y donde se encuentra la felicidad, la paz y el amor que equivocadamente buscamos afuera:

Los seres humanos nacemos en la incosciencia más profunda. Ningún bebé puede valerse por sí mismo. Depende enteramente de otros para sobrevivir física y emocionalmente. Tanto es así, que pasarán muchos años hasta que cuente con un cerebro lo suficientemente desarrollado como para gozar de una cualidad extraordinaria: la“consciencia”. Es decir, la habilidad de elegir cómo pensar, qué decir, qué comer, cómo comportarse y, en definitiva, qué tipo de decisiones tomar a la hora de construir su propio camino en la vida.

Y no sólo eso. Dentro del útero materno, el bebé se siente conectado y unido a su madre y, por ende, a todo lo demás. Sin embargo, nada más nacer se produce su primer gran trauma: la separación de dicha unión y conexión con su madre –y con todo lo demás-, perdiendo por completo el estado esencial en el que se encontraba. De pronto tiene frío y hambre. Y necesita seguridad y protección. Para compensar el tremendo shock que supone abandonar el cálido y agradable útero materno, el bebé comienza a sentir una infinita sed de cariño, ternura y amor.

La mayoría de heridas que nos hacemos se regeneran con el paso del tiempo. Curiosamente, el trauma generado por el parto es tan brutal, que como recuerdo nos queda una cicatriz –coloquialmente conocida como “ombligo”-, la cual perdura en nuestro cuerpo para la posteridad. Parece como una señal que nos recuerda aquello que hemos perdido. O dicho de otra manera: aquello que necesitamos recuperar para volver al estado esencial de unión y conexión que en su día todos experimentamos.

Sea como fuere, desde el mismo día de nuestro nacimiento, cada uno de nosotros hemos ido perdiendo el contacto con nuestra “esencia”, también conocida como “ser” o “yo verdadero”. Es decir, la semilla con la que nacimos y que contiene la flor que somos en potencia. La esencia es el lugar en el que residen la felicidad, la paz interior y el amor, tres cualidades de nuestra auténtica naturaleza, las cuales no tienen ninguna causa externa; tan sólo la conexión profunda con lo que verdaderamente somos. En la esencia también se encuentra nuestra vocación, nuestro talento y, en definitiva, el inmenso potencial que todos podemos desplegar al servicio de una vida útil, creativa y con sentido.

EL REGALO DE ESTAR VIVO: “No eres la charla que oyes en tu cabeza. Eres el ser que escucha esa charla”. (Jiddu Krishnamurti).

Desde un punto de vista emocional, cuando reconectamos con nuestra esencia disponemos de todo lo que necesitamos para sentirnos completos, llenos y plenos por nosotros mismos. Entre otras cualidades innatas, la esencia nos acerca a la responsabilidad, la libertad, la confianza, la autenticidad, el altruismo, la proactividad y la sabiduría, posibilitando que nos convirtamos en la mejor versión de nosotros mismos. Es sinónimo de luz. Así, estamos en contacto con nuestra verdadera esencia cuando estamos muy relajados, tranquilos y serenos. Cuando, independientemente de cómo sean nuestras circunstancias externas, a nivel interno sentimos que todo está bien y que no nos falta de nada. Cuando vivimos de forma consciente, dándonos cuenta de nuestros automatismos psicológicos. Cuando somos capaces de elegir nuestros pensamientos, actitudes y comportamientos, cosechando resultados emocionales satisfactorios de forma voluntaria. Cuando logramos relacionarnos con los demás de forma pacífica, constructiva y armoniosa, tratando de comprender en vez de querer que nos comprendan primero.

También estamos en contacto con nuestra esencia cuando dejamos de perturbarnos a nosotros mismos, haciendo interpretaciones de la realidad mucho más sabias, neutras y objetivas. Cuando aceptamos a los demás tal como son, ofreciendo en cada interacción lo mejor de nosotros mismos. Cuando vivimos en el presente, disfrutando plenamente del aquí y el ahora. Cuando permanecemos en silencio y escuchamos con toda nuestra atención las señales que nos envía nuestro cuerpo. Cuando conseguimos ver el aprendizaje de todo cuanto nos sucede. Cuando sentimos que formamos parte de la realidad y nos sentimos uno con ella. Cuando experimentamos una profunda alegría y gratitud por estar vivos. Cuando confiamos en nosotros mismos y en la vida. Cuando abandonamos la necesidad de querer cambiar el mundo y lo aceptamos tal como es, aportando sin expectativas nuestro granito de arena. Cuando reconocemos no saber y nos mostramos abiertos mentalmente a nuevas formas de aprendizaje.

Del mismo modo que sabemos cuando estamos enamorados, sabemos perfectamente cuando estamos en contacto con nuestra verdadera esencia. No tiene nada que ver con las palabras, la lógica o la razón. Más bien tiene que ver con el arte de ser y estar. Y con la sensación de conexión y unión. Lo cierto es que todos hemos vivido momentos esenciales, en los que nos hemos sentido libres para fluir en paz y armonía, como si estuviéramos conectados con los demás de una forma que supera nuestra capacidad de entendimiento. Al regresar al lugar del que partimos y del que todos procedemos, experimentamos un punto de inflexión en nuestra forma de comprender y de disfrutar de la vida. Empezamos a vivir de dentro hacia afuera. Y por más que todo siga igual, al cambiar nosotros, de pronto todo comienza a cambiar. Sabios de diferentes tiempos lo han venido llamando “la revolución de nuestra conciencia”.

LA INSATISFACCIÓN CRÓNICA DEL EGO: “Si con todo lo que tienes no eres feliz, con todo lo que te falta tampoco lo serás”. (Erch Fromm).

Debido a nuestro complejo proceso de evolución psicológica, desde el día en que nacemos nos vamos desconectando y enajenando de nuestra esencia, la cual queda sepultada durante nuestra infancia por el “ego”. Así es como perdemos, a su vez, el contacto con la felicidad, la paz interior y el amor que forman parte de nuestra verdadera naturaleza. Y, como consecuencia, empezamos a padecer una sensación de vacío e insatisfacción crónicos.

El ego es nuestro instinto de supervivencia emocional. También se le denomina “personalidad” o “falso yo”. No en vano, el ego es la distorsión de nuestra esencia, una identidad ilusoria que sepulta lo que somos verdaderamente. Es como un escudo protector, cuya función consiste en protegernos del abismo emocional que supone no poder valernos por nosotros mismos durante tantos años de nuestra vida. El ego –que en latín significa “yo”- también es la máscara que hemos ido creando con creencias de segunda mano para adaptarnos al entorno social y económico en el que hemos nacido y nos hemos desarrollado.

Así, el ego nos lleva a construir un personaje con el que interactuar en el gran teatro de la sociedad. Y no sólo está hecho de creencias erróneas, limitantes y falsas acerca de quienes verdaderamente somos. El ego también se asienta y se nutre de nuestro lado oscuro. De ahí que suela utilizarse la metáfora de la “iluminación” para referirse al proceso por medio del cual nos damos cuenta de cuáles son los miedos, inseguridades, carencias, complejos, frustraciones, miserias, traumas y heridas que venimos arrastrando a lo largo de la vida. Por más que las obviemos y no las queramos reconocer, todas estas limitaciones nos acompañan las 24 horas del día, distorsionando nuestra manera de ver el mundo, así como la forma en la que nos posicionamos frente a nuestras circunstancias.

Por mucho que podamos sentirnos identificados con él, no somos nuestro ego. Ante todo porque el ego no es real. Es una creación de nuestra mente, tejida por medio de creencias y pensamientos. Sometidos a su embrujo, interactuamos con el mundo como si lleváramos puestas unas gafas con cristales coloreados, que limitan y condicionan todo lo que vemos. Y no sólo eso: con el tiempo, esta percepción subjetiva de la realidad limita nuestra experiencia, creándonos un  sinfín de ilusiones mentales que imposibilitan que vivamos en paz y armonía con nosotros mismos y con los demás. Vivir desde el ego nos lleva a estar tiranizados por un “encarcelamiento psicológico”, al no ser dueños de nosotros mismos –de nuestra actitud-, nos convertimos en esclavos de nuestras reacciones emocionales y, en consecuencia, de nuestras circunstancias.

EGOCENTRISMO, VICTIMISMO Y REACTIVIDAD: “Ni tu peor enemigo puede hacerte tanto daño como tus propios pensamientos”. (Buda).

Del ego surge el victimismo, la esclavitud, el miedo, la falsedad, el egocentrismo, la reactividad y la ignorancia, generando que nos convirtamos en un sucedáneo de quien en realidad somos. Es sinónimo de sombra y oscuridad. Así, estamos identificados con nuestro ego cuando estamos muy tensos, estresados y desequilibrados. Cuando permitimos que nuestro estado de ánimo dependa excesivamente de situaciones o hechos que escapan a nuestro control. Cuando nos sentimos avergonzados, inseguros u ofendidos. Cuando vivimos de forma inconsciente, con el piloto automático puesto, casi sin darnos cuenta. Cuando nos tiranizan pensamientos, actitudes y comportamientos tóxicos y nocivos, cosechando resultados emocionales insatisfactorios de forma involuntaria.

También estamos identificados con nuestro ego cuando tratamos de que la realidad se adapte constantemente a nuestras necesidades, deseos y expectativas. Cuando nos perturbamos a nosotros mismos, victimizándonos y culpando a otras personas de lo que nos sucede. Cuando nos tomamos las cosas que pasan o los comentarios de los demás como algo personal. Cuando no aceptamos a los demás tal como son, tratando de amoldarlos a como, según nosotros, deberían de ser. Cuando nos la mentamos por algo que ya ha pasado o nos preocupamos por algo que todavía no ha sucedido, marginando por completo el momento presente. Cuando somos incapaces de estar solos, en silencio, sin hacer nada, sin estímulos ni distracciones de ningún tipo.

Seguimos tiranizados por el ego cuando exigimos, criticamos o forzamos a los demás. Cuando nos encerramos en nosotros mismos por miedo a que nos sucedan cosas desagradables. Cuando nunca tenemos suficiente con lo que nos ofrece la vida. Cuando reaccionamos mecánica e impulsivamente, perdiendo el control de nuestros actos. Cuando actuamos o trabajamos movidos por recompensas o reconocimientos externos. Cuando creemos saberlo todo y nos cerramos mentalmente a nuevas formas de aprendizaje.

En definitiva, cuando experimentamos cualquiera de estos sentimientos, podemos estar completamente seguros de que seguimos protegiéndonos tras la ilusión de nuestra personalidad, ego o falso yo, que nos hace creer que estamos separados de todo lo demás. En última instancia, este egocentrismo es el que nos lleva a luchar en contra de lo que sucede y a entrar en conflicto con otras personas, sufriendo de forma inútil e innecesaria. Lo cierto es que detrás del miedo, la tristeza y la ira se esconde agazapado nuestro ego, el cual también es responsable de que sintamos que nuestra existencia carece de propósito y sentido.

LA FUNCIÓN DEL EGO: “El sufrimiento es lo que rompe la cáscara que nos separa de la comprensión”. (Khalil Gibran).

El ego no es bueno ni malo. No hay que demonizarlo. Vivir identificados con esta máscara tiene ventajas e inconvenientes. Más allá de protegernos, cabe insistir en que el ego es la causa subyacente de todas las causas que nos hacen sufrir. Por eso, al estar identificados con nuestra personalidad o falso yo, es cuestión de tiempo que, hagamos lo que hagamos, terminemos fracasando. Porque, tan pronto como alcanzamos una meta, nos provoca una profunda sensación de vacío en nuestro interior, la cual nos obliga a fijar inmediatamente otro objetivo. Nuestro ego nunca tiene suficiente con lo que conseguimos, siempre quiere más. La insatisfacción crónica es la principal consecuencia de vivir identificados con este “yo” ilusorio.

Sin embargo, hay que estar agradecidos al ego por la ayuda que nos brindó a lo largo de nuestra infancia. Sin él, nos habría sido mucho más duro sobrevivir emocionalmente por no decir imposible. De ahí que éste sea necesario en nuestro proceso de desarrollo. Además, gracias al sufrimiento provocado por nuestro ego, finalmente nos comprometemos con cuestionar el sistema de creencias que nos mantiene anclado a él, iniciando un camino de aprendizaje para reconectar con nuestra verdadera esencia. Y esto sucede el día que nos damos cuenta de que la compañía del ego nos quita más de lo que nos aporta.

Por descontado, desidentificarse del ego no quiere decir librarse de él, sino integrarlo conscientemente en nuestro propio ser. De lo que se trata es de conocer y comprender qué es lo que nos mueve a ser lo que somos para llegar a aceptarnos y, por ende, empezar a recorrer el camino hacia la integración. De ahí surge una comprensión profunda, que nos permite vivir en armonía con nosotros mismos, con los demás y con la realidad de la que todos formamos parte. El ego y la esencia son como la oscuridad y la luz que conviven en una misma habitación. El interruptor que enciende y apaga cada uno de estos dos estados es nuestra consciencia. Cuanto más conscientes somos de nosotros mismos, más luz hay en nuestra vida. Y cuanta más luz, más paz interior y más capacidad de comprender y aceptar los acontecimientos externos, que escapan a nuestro control.

Por el contrario, cuanto más inconscientes somos de nosotros mismos, más oscuridad hay en nuestra existencia. Y cuanta más oscuridad, más sufrimiento y menos capacidad de comprender y aceptar los acontecimientos externos, que en ese estado creemos poder adecuar a nuestros deseos y expectativas egocéntricos. Los únicos que podemos encender o apagar este interruptor somos nosotros mismos. Al principio nos costará creer que existe; más adelante tendremos dificultad para encontrarlo. Pero, si persistimos en el trabajo con nuestra mente y nuestros pensamientos, finalmente comprenderemos cómo conseguirlo. Porque, como todo en la vida, es una simple cuestión de adquirir la información correcta, así como de tener energía y ganas para convertir la teoría en práctica, lo que habitualmente se denomina aprendizaje. Aunque en este caso resulta algo más complicado, la recompensa que se obtiene es la mayor de todas.

Yo no puedo más de mí mismo”. ¿Cuántas veces en la vida hemos pronunciado esta desesperada afirmación? Si la observamos detenidamente, corroboramos que dentro de cada uno de nosotros hay una dualidad, dos fuerzas antagónicas –el amor (esencia) y el miedo (ego)- que luchan por ocupar un lugar destacado en nuestro corazón. Lo cierto es que sólo una de ellas, es real, mientras que la otra es completamente ilusoria. El viaje de autoconocimiento consiste en diferenciar entre una y otra, desenmascarando al ego para vivir desde nuestra verdadera esencia.

Hasta aquí el excelente artículo de Borja Vilaseca, extraído del libro “Encantado de conocerme” (enero de 2008, portada en la foto de arriba). Al que, únicamente, voy a añadir mi habitual broche final musical:

Lógicamente, la música popular no es ajena a las ataduras del “ego”, el pop, el tango o el flamenco, entre otros muchos estilos, muchas veces se regodean en el dolor, el sufrimiento y el dejarnos llevar en exceso por nuestras emociones. Sin embrago, también hay excepciones que confirman la regla como este tema de unos de mis ídolos de juventud, “Tears for Fears”, en la que nos recuerdan que es posible y saludable cambiar:

Resuena en el sombrero: “Change”.- Tears for Fears (Bath (UK), 1983).

jueves, noviembre 02, 2017

EL DELICIOSO AROMA DEL EMBUDO DE LA PARÁLISIS




Si me preguntasen cuál es la seta que mejor huele, sin duda alguna diría que la Paralepistopsis amoenolens (Malençon) Vizzini (= Clitocybe amoenolens Malençon), tal y como indica su nombre específico que proviene del latín “amoenus” (agradable) y “olens” (oloroso), su delicioso aroma, muy suave y perfumado, es difícil de describir, a mi me huele a una mezcla entre una colonia suave para bebés con matices florales y afrutados dulces, con un ligero toque anisado, que recuerda a un licor de pera o de endrinas (patxarán), dicen que es parecido al de otras setas, como Inocybe pyriodora o Inocybe corydalina, de olor más intenso, casi desagradable y muy tóxica, así como al del Tricholoma caligatum, pero más suave y delicado. Este Tricholoma sale en otoño en los pinares y es un comestible poco apreciado debido a su aroma demasiado intenso, a perfume oriental y canela. No sucede así con Paralepistopsis amoenolens, que es tóxica y su ingesta produce un extraño síndrome, cuya historia paso a resumir a continuación:

En Japón, a comienzos del siglo XX, se produjeron una serie de graves intoxicaciones tras el consumo de la denominada “seta venenosa del bambú” que, en el año 1918, T. Ichimura describió y publicó por vez primera con la denominación de Clitocybe acromelalga Ichimura (= Paralepistopsis acromelalga (Ichimura) Vizzini, 2012). A partir de las 24 horas de su ingestión, los afectados presentaron fuertes dolores acompañados de otros síntomas en las partes distales de las extremidades, manos y pies, que se mantuvieron durante bastantes días, en no pocos casos semanas, y excepcionalmente meses, sin respuesta a los tratamientos clásicos con analgésicos. En ciertos casos, el difícil control y la falta de un tratamiento eficaz condujeron al fallecimiento de algunos afectados. Finalmente el síndrome se designó como “acromelalgia” (dolor en las partes acras) siendo el causante un compuesto conocido como ácido acromélico (figura 1, Shinozaki & al., 1986; Nakamura & al., 1987; Leonardi & al., 2002; Piqueras, 2004, 2006).


En Francia, en los años, 1979, 1986 y 1996, tras el consumo de setas desconocidas, confundidas con la comestible Paralepista flaccida (Sowerby) Vizzini (= Lepista inversa (Scop.: Fr.) Pat.), se produjeron episodios de intoxicación con cuadros médicos de características similares a los de Japón (Courtecuisse & al., 1999). Inicialmente se consideró que pudieran tratarse de ejemplares de Clitocybe acromelalga Ichimura, pero finalmente el Dr. Philippe F. Saviuc con la colaboración de P. Neville logró identificarlas como Clitocybe amoenolens Malençon (Neville & Poumarat, 1998; Moreau & al., 2001; Saviuc & al., 2001, 2002, 2003; Saviuc, 2004).

Clitocybe amoenolens es una especie poco común, descrita por primera vez como nueva para la ciencia por Malençon (Malençon & Bertault, 1975), quien la encontró en el Norte de África (Marruecos), fructificando durante el otoño en pequeños grupos en los límites o claros de bosques, en suelo calcáreo, con Cedrus libani ssp. atlantica (Endl.) Batt. & Trab., Quercus ilex L. e Ilex aquifolium L., a 1600 m. de altitud. Posteriormente se ha citado de los Alpes Marítimos (Neville & Poumarat, 1998) y del Valle de Maurienne (Courtecuisse & al., 1999) en los Alpes de la Haute-Provence, ambos en Francia. En el año 1999, en Italia, en un bosque de Pinus nigra Arnold y Cedrus spp., en terreno básico (Contu & al., 2001). Posteriormente ha sido citado en diversas localidades de Italia por Leonardi & al. (2002) y Marinetti & Recchia (2005), en bosques de Abeto blanco (Abies alba), como en los ejemplares de la foto de arriba, junto a otras especies.

Clitocybe amoenolens fue encontrada por primera vez en España, en 2009, en la Comunidad Autónoma de La Rioja, en el municipio de Almarza de Cameros, donde ha sido recogida en dos ocasiones por miembros de la Sociedad Micológica Verpa”, en la proximidad de Picea abies (L.) de una zona ajardinada, en terreno calizo. Pocos días después se recogió en la provincia de Guadalajara (Castilla-La Mancha), en suelo ácido (cuarcitas y pizarras), cerca de Pinus pinaster, Cupressus arizonica Greene y Cistus ladanifer L.

A partir de esa fecha ha sido vista en más lugares, como en la zona media de Navarra, en 2003 (?) y 2014, en robledales, encinares y Pinus sylvestris, aunque es evidente que se trata de una especie rara y escasa, motivo por el que carece de nombre vulgar en castellano, si bien en inglés se le llama “paralysis funnel” (embudo de la parálisis).

Agradecimientos: Casi todo el texto ha sido extraído del artículo publicado por Fernando Martínez, Rubén Martínez, Anttón Meléndez y Carlos María Pérez del Amo, miembros de la Sociedad Micológica “Verpa”, en el Boletín de la Sociedad Micológica de Madrid nº 34 (2010).

Hablando de parálisis y setas venenosas que pueden llevarte al cementerio, y teniendo en cuenta que ayer fue Halloween, hoy resuena en el sombrero: “Jugando a las cartas”.- Parálisis Permanente (Madrid, 1982).