A menudo se invoca
al término “pueblo”, una palabra cuyo significado es un tanto difuso, ambiguo e
indeterminado, porque “pueblo” no es lo mismo que el conjunto de la población
que habita un determinado territorio. Una cosa es la gente y otra diferente el territorio,
si bien es cierto que, desde hace muchos siglos, la relación entre personas y
territorios viene implicando no pocos problemas.
Personalmente (no
conozco ningún filósofo, pensador, antropólogo ni humanista que apoye esta
teoría) he llegado a la conclusión de que, debido a su evolución como especie,
el ser humano lleva en sus genes y en su psyche la vida nómada, por lo que no terminamos de adaptarnos correctamente al sedentarismo,
si bien es cierto que ese estilo de vida conlleva grandes y atractivas ventajas
y ha propiciado un enorme desarrollo científico, técnico y demográfico.
El hecho de que
nos estableciéramos sobre un terreno para dedicarnos a cultivar la tierra y
pastorear determinadas zonas, implicó tener que empezar a delimitar
propiedades, medirlas, cercarlas, ponerles precio y defenderlas. Incluso, desde
el punto de vista emocional y psicológico, surgió un fuerte apego a la tierra,
pero no en sentido abstracto o espiritual, refiriéndonos a la “Madre Tierra”, sino un apego a nuestro terruño, nuestra finca, nuestro coto, nuestro pueblo, nuestra comarca, nuestra región, nuestro país, que, por
supuesto, es muy distinto (siempre mejor), que el de los extranjeros, a quienes
se mira con recelo y suspicacia, ya que son posibles invasores, o sea enemigos
en potencia.
Los seres humanos
nos hemos desarrollado con éxito en el planeta debido, básicamente, a dos capacidades
o fuerzas contrapuestas: Por un lado está el espíritu solidario que promueve la
colaboración y el trabajo en equipo; y por otra parte está el espíritu de
lucha, la exaltación del guerrero que defiende a la tribu, al clan propio,
frente a los demás. Es evidente que esta segunda faceta es la más negativa y la
que resulta más problemática en la actualidad, y, en mi opinión, resulta obvio
que el sedentarismo y el concepto de propiedad privada propician la prevalencia
y continuidad de ese ardor guerrero, junto con el individualismo y el
materialismo.
Actualmente, es
evidente que la inmensa mayoría de las personas vivimos en “núcleos de
población”, o sea en pueblos y ciudades, si bien cada vez existe una mayor
movilidad, viajamos con frecuencia, ya sea por placer, por trabajo o por
necesidad (huída de conflictos o catástrofes, refugiados como los de la foto de
arriba), algo que debería acercarnos a nuestros valores humanos más genuinos y
primigenios, forjados durante los miles de años de vida nómada, como son: la solidaridad,
la colaboración, la generosidad y la hospitalidad, unos valores que propician
una cultura en la que el forastero no es visto como una amenaza, ni como un
enemigo en potencia, sino como una bienvenida fuente de noticias, de
conocimientos y de nuevos genes (al objeto de evitar la consanguinidad y la
decadencia genética). Pero, paradójicamente, resulta que no, que es todo lo
contrario, les echamos la culpa de todos nuestros problemas a los inmigrantes,
a los refugiados, a los turistas, a esos malditos extranjeros ¿Por qué?
Sencillamente, porque nuestro primigenio “Homo sapiens nomadensis solidarius”
ha sido enterrado por siglos de “ego” sobrealimentado por la abundancia generada en el seno de la vida
sedentaria.
Otra consecuencia
de los milenios de evolución como especie nómada, es nuestro intrínseco
espíritu aventurero, muy relacionado con el espíritu de lucha, de hecho sería
una buena manera de canalizar ese “ardor guerrero” de una forma más positiva y
constructiva. Pero el aventurero que todos llevamos dentro se ahoga y se aburre
sentado en el sofá de su casa, lo que a menudo nos mueve a emprender proyectos
o acciones impulsivas, poco meditadas y que muchas veces chocan con la realidad
o con los impulsos, deseos y aspiraciones de otras personas, lo que es fuente
de no pocos conflictos y problemas.
Es tiempo de
replantearnos nuestra forma de vida y nuestro modelo de desarrollo, es tiempo
de reconstrucción.
Resuena en
el sombrero: “Reconstrucción (el
mejor momento)”.- Deluxe (Galicia (España), 2008).