Cuando nos enfrentamos a un problema grande y complejo, una de las estrategias más habituales para abordarlo es dividirlo en trozos más pequeños. Damos por hecho que eso es lo que hay que hacer, pero cuando los resultados no son los esperados, es decir, el problema no se resuelve e incluso en muchas ocasiones se enreda y complica todavía más o los costes para su resolución efectiva se disparan haciendo su resolución inviable, nadie se pregunta ¿Se podría afrontar de otra forma?
Para responder a este tipo de preguntas es para lo que están los filósofos. El austríaco, Rudolf Steiner, Doctor en Filosofía, a principios del siglo XX, contempla al ser humano de manera completa e integral. No entendía la obsesión por la especialización. No veía en ello ninguna ventaja práctica y económica, sino más bien todo lo contrario. Según Steiner, la verdadera economía consistía en aprovechar las sinergias, los nexos comunes o hilos conductores existentes entre las diferentes materias.
Más recientemente, el activista, escritor y filósofo Franco Berardi aboga por la construcción de una plataforma de colaboración “tecnopoética” que agrupe a ingenieros, artistas, hackers, científicos, activistas e intelectuales, que conforme una nueva clase revolucionaria a la que él llama “cognitariado”.
Esta visión holística e integral, propuesta por la “tecnopoética”, promueve la colaboración y la participación ciudadana, mediante un diálogo o debate público para el análisis de los problemas, propuestas de posibles soluciones y la decisión de las actuaciones a llevar a cabo, de la forma más práctica y consensuada que sea posible.
Mientras que el actual paradigma, que he llamado “laberintoburocracia”, está basado en una compartimentación en diferentes departamentos estancos y especializados que, muchas veces, se solapan en sus competencias y en sus actuaciones, pugnan e incluso se contradicen a la hora de establecer las prioridades o las soluciones. Si bien, éstas nunca llegan, porque el hilo conductor (que decía Steiner) se enreda en un monumental laberinto jurídico-administrativo, un enorme monstruo burocrático que devora ingentes cantidades de papel, energía y fondos públicos, para terminar (en el mejor de los casos) vomitando un montón de planes, ejes, estrategias, programas y normativas que se publican en los boletines y páginas webs oficiales, pero que son desconocidas para la inmensa mayoría de la población (entre otras cosas porque únicamente interviene un reducido grupo de expertos y apenas hay participación ciudadana), lo que propicia que no calen ni sean asumidas por la sociedad y, por tanto, resulte imposible la resolución de los problemas reales.
Estamos llegando al extremo de que, dentro de un mismo Gobierno, un Ministerio o una Consejería se oponen o dificultan las políticas o planes puestos en marcha por otros Departamentos de ese mismo Gobierno.
Como Ingeniero de Montes, funcionario en una Administración autonómica, voy a poner un ejemplo reciente surgido en el seno del sector “Forestal”:
El artículo 45 de la Constitución Española de 1978 dice:
1.- “Todos tienen derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo.
2.- Los poderes públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de vida y defender y restaurar el medio ambiente, apoyándose en la imprescindible solidaridad colectiva.”
El Convenio de Naciones Unidas sobre la Diversidad Biológica, adoptado en Río de Janeiro, el 5 de junio de 1992, y ratificado por España el 21 de diciembre de 1993, plantea entre sus finalidades “el conocimiento y la conservación de la biodiversidad en su conjunto”.
Si bien, esas “coletillas” de “imprescindible solidaridad colectiva” y “en su conjunto”, parecen sugerir un enfoque holístico, multidisciplinar y participativo del asunto, la estructura jurídico-administrativa de las instituciones públicas, desde la Unión Europea, hasta los ayuntamientos, pasando por los Estados y las Comunidades Autónomas, hace que todas las políticas se traduzcan en un sinfín de Directivas, Reglamentos, Leyes y normativas de diverso alcance, ámbitos y pelajes que, más que ayudar a resolver los problemas, contribuyen a complicarlos todavía más.
Siguiendo con el ejemplo de la “biodiversidad” y el sector “forestal”, en el seno de la Unión Europea se impulsó un proceso paneuropeo para la protección de los bosques “Forest Europe”, para la promoción del “Programa Europeo de Conservación de Recursos Genéticos Forestales” (EUFORGEN), iniciado en 1994, que en 2021 ha publicado una “Estrategia de Recursos Genéticos Forestales” para Europa, con el fin de ayudar a los países europeos a desarrollar sus propias estrategias para la conservación de los recursos genéticos forestales y garantizar que todos sus datos estén disponibles a través del “Sistema Europeo de Información sobre Recursos Genéticos Forestales” (EUFGIS), en coordinación con la “Red de Centros de Conservación de Flora Mediterránea” (GENMEDA) y la “Red Europea para la Conservación de Semillas Silvestres” (EUSCONET).
A su vez, los ecosistemas forestales están regulados por otras normativas de ámbito estatal: Ley 43/2003, de 21 de noviembre, de Montes; Ley 42/2007, de 13 de diciembre, de Patrimonio Natural y de la Biodiversidad, modificada por la Ley 33/2015, de 21 de septiembre; Real Decreto 289/2003, de 7 de marzo, sobre comercialización de los materiales forestales de reproducción; Real Decreto 124/2017, de 24 de febrero, relativo al acceso a los recursos genéticos procedentes de taxones silvestres y al control de la utilización; Real Decreto 429/2020, de 3 de marzo, por el que se aprueba el reglamento sobre acceso a los recursos filogenéticos para la agricultura y la alimentación y a los cultivos para utilización con otros fines.
Por no hablar de toda la numerosa legislación referente a la “Sanidad Vegetal”; la producción de semillas y plantas de vivero; las interacciones económicas con la “Política Agraria Común” (PAC); la fauna silvestre, tanto cinegética (caza) como las especies protegidas, que también forman parte de los ecosistemas forestales (¿Y qué pasa con los hongos? Los eternos olvidados).
Por último, pero no menos importante, está la Ley 27/2006, de 18 de julio, que regula los derechos de acceso a la información, de participación pública y de acceso a la justicia en materia de medio ambiente.
Mientras todo este maremágnum normativo, burocrático y administrativo crece y crece sin parar, los recursos reales, nuestros bosques y las especies silvestres que habitan en ellos, menguan cada año que pasa, devorados por incendios, plagas, enfermedades, sequías, vientos, el cambio climático, contaminación, insecticidas y la construcción de infraestructuras (carreteras, ferrocarriles, aeropuertos, presas, embalses, canales, escolleras, motas, mazones, canales, etc.).
La eficacia de la lucha contra los incendios forestales se ve notablemente menguada por el hecho de que interviene un excesivo número (imposible de coordinar) de administraciones públicas y empresas privadas: Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, Ministerio de Defensa, Ministerio de Interior, diversos departamentos de las CCAA, bomberos, técnicos y retenes de medio ambiente, Protección Civil, equipos de voluntarios municipales, TRAGSA, compañías privadas de medios aéreos, etc.
¿No sería más práctico, comprensible y eficaz concentrar dinero y esfuerzos en potenciar un mando único (una UME con muchos más medios y efectivos) para luchar contra los grandes incendios que asolan España? Sin que ello supusiera la total desaparición de los medios de prevención y extinción de las CCAA, imprescindibles a la hora de abortar los centenares de conatos que se producen todos los días, así como para guiar, asesorar y apoyar sobre el terreno a la UME en los grandes incendios.
Y, en lugar de un ejército de funcionarios especializados en burocracia y normativa de diversas materias y subvenciones (que siempre son voluntarias, se apunta el que quiere, sin arreglo a ningún plan territorial con objetivos concretos prestablecidos), que manejan los hilos prácticamente en secreto, desde la sombra de sus despachos, siempre ubicados en las grandes capitales urbanas ¿No sería más práctico y eficaz invertir ese dinero en acordar convenios de colaboración o contratos con los propietarios de terrenos (bosques) o incluso adquirirlos (si hiciese falta), al objeto de realizar proyectos piloto, trabajando en el campo y formando equipos multidisciplinares y participativos, en nuestro abandonado medio rural de la “España vaciada”, para impartir formación, dar trabajo, crear empresas y, en definitiva, dar una adecuada respuesta a los problemas reales? Eso sí, siempre coordinados por alguna Administración Pública que garantice un necesario y correcto asesoramiento técnico y científico, a través de expertos y científicos especializados (AQUÍ SÍ, reforzando el papel de las Universidades), en cada una de las materias, ámbitos y especies implicadas.
Resuena en el sombrero: “Come Together.- The Beatles (Liverpool (UK), 1969).
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