Nada menos que unos tres siglos antes de Cristo, el filósofo griego Platón en “República III, 417ª-b” ya escribió lo siguiente:
“Serán ellos, los políticos, a
quienes no esté permitido tocar el oro ni la plata (…). Si así
proceden, se salvarán ellos y salvarán a la ciudad. Pero si
adquieren tierras, casas, dinero, se convertirán en administradores
traidores trapisondistas y en odiosos déspotas. Pasarán su vida
entera aborreciendo y siendo aborrecidos, conspirando y siendo objeto
de conspiraciones, temiendo, en fin, mucho más a los enemigos de
dentro que a los de fuera y así correrán en derechura al abismo,
tanto ellos como la ciudad”.
La corrupción, el robo y el crimen
siempre han sido castigados por todas las sociedades y por todas las
leyes, desde que éstas han existido.
Tres siglos más tarde, Jesucristo nos
enseñó las bienaventuranzas, predicó la igualdad, el amor y la
hermandad entre todas las personas.
La pregunta es: Si llevamos más de dos
mil años sabiendo cuál es la manera correcta y justa de
comportarnos ¿Por qué no lo hacemos?
Muchas veces se dice que el mal, el
egoismo y la avaricia forman parte de la naturaleza humana, pero,
relamente ¿Cuándo empezó el problema?
Durante muchos miles de años, el ser
humano llevó una vida nómada, de manera que no tenía un especial
apego a un lugar determinado, la colaboración entre semejantes era
fundamental para la supervivencia de la especie, al igual que la
hospitalidad con los extraños.
Estos valores aún perduran en las
escasas tribus que siguen viviendo de manera nómada en nuestros
días, como por ejemplo los Bereberes, hace poco escuché a uno de
ellos decir: “Es muy difícil que los Bereberes nos alistemos en el
ejército del Estado Islámico ni que caigamos en el fundamentalismo,
debido a los valores imperantes en nuestra cultura”.
Tampoco es casualidad que una de las
personas más sabias, nobles, generosas y hospitalarias que he
conocido en mi vida fuese uno de los últimos
pastores trashumantes de la Sierra de Cameros, que bajó durante
numerosos inviernos hasta los lejanos pastos extremeños.
Siempre se ha dicho que viajar es
esencial para adquirir cultura cosmopolita, una visión universal de
la sociedad y tener una mente abierta, libre de prejuicios y miopías
provincianas.
Jesucristo nació en un pesebre,
mientras sus padres viajaban, y pasó gran parte de su vida
predicando en contínuo movimiento por una amplia zona de Galilea,
Siria, Palestina e Israel. No en vano, a sus discípulos les ordenó:
“Id y predicad mi palabra por todo el mundo”.
Mucha gente realiza peregrinaciones, recorre caminos
como el de Santiago, para meditar, encontrarse a si mismo o
purificarse. Y en un orden de cosas mucho más mundano y
materialista, a la mayoría de la gente con un cierto poder
adquisitivo le gusta viajar, se compran coches, motos, yates,
aviones. Incluso hace poco leí la noticia de un multimillonario
inglés, Ian Stuart (3ª foto), que se dedica a sobrevivir por sus
propios medios, en plan Robinson Crusoe, recorriendo varias islas
desiertas del Pacífico, con la única compañía de su “smart
phone” para comprar y vender en la bolsa de Londres.
En el lado opuesto, los más
desfavorecidos, los marginados, los “sintecho”, se ven obligados
a vagabundear para sobrevivir.
Incluso entre la gente más corriente,
casi nadie ha pasado toda su vida en la misma ciudad o al menos en la
misma casa, a todos nos gusta “cambiar de aires” de vez en cuando. Hay personas que
necesitan redecorar o redistribuir su hogar, cada dos por tres, porque
parece que si no les invade la monotonía y la rutina.
Con todo esto, lo que trato de decir es
que no creo que la verdadera naturaleza del ser humano incluya el
sedentarismo. Nos convertimos en sedentarios, cuando descubrimos la
agricultura y aprendimos a domesticar animales, encontrando una serie
de ventajas y comodidades que nos sedujeron de un modo irresistible,
pero... ¿A qué precio?
Con la agricultura y los primeros
asentamientos estables llegó la propiedad privada, se cercaron los
campos, empezamos a sospechar del vecino cuando nos desaparecía una
cebolla del huerto. Fue necesaria la especialización del trabajo, se
creo el comercio y la moneda, fue necesario construir graneros,
bancos, redactar las primeras leyes para regular el orden social, con
ellas se proclamaron los primeros gobernantes, los primeros reyes, los
primeros imperios, como el de los egipcios, que guerrearon contra sus
vecinos para apoderarse de sus tierras y de sus riquezas.
Asimismo, al vivir en ciudades, también
llegaron las primeras aglomeraciones y los inconvenientes que
conllevan: proliferación de enfermedades contagiosas, problemas de
basuras y residuos, contaminación, insalubridad, hacinamiento, problemas de tráfico,
distribución de energía, agua y alimentos, etc.
Unos pocos que se creían más listos y
de mayor alcurnia que los demás (el comienzo de la “casta”) se
aliaron para engañar, coaccionar y chantajear a la mayoría de la
población, para controlar, atesorar poder, riquezas, con muy poco
trabajo, de manera que disponían de tiempo libre para divertirse,
seguir maquinando tramas, intrigas y miedos, con el único fin de
mantenerse en el
poder.
Es como si, al asentarnos en un lugar fijo,
al dejar de viajar, al poder dejar de pensar en cómo sobrevivir
mañana, en qué paisaje nos encontraremos detrás de la siguiente
montaña, al ganar en seguridad y en tiempo de ocio, hubiésemos
perdido esa libertad de lo
“salvaje”, para adoptar una cierta esclavitud de lo “domestico”.
De manera que , cuando se pierde el sentido de la igualdad y de la
hermandad, una forma divertida y provechosa de pasar el tiempo, en la
que “invertir nuestro espíritu inquieto”, es la de idear y
maquinar negocios, mafias, engaños y triquiñuelas, con el único fin
de acumular poder y riquezas, y así sentirnos superiores al resto,
saciando nuestra ambición, sin darnos cuenta de que esa ambición es
insaciable y nos lleva a todos al desastre.
Por eso, si queremos acabar con la
decadencia y la corrupción, si queremos recuperar los valores más
nobles y auténicamente humanos, debemos tomar conciencia de que todo
es pasajero, de que la vida es un continuo camino de aprendizaje, debemos
descubrir esa pequeña chispa nómada y salvaje que aún palpita en
lo más profundo de nuestro corazón.
Si no me creeis, probad a estrechar la
mano y mirar a los ojos de alguno de los últimos
nómadas que aún caminan sobre la faz de este planeta, y sentiréis que irradia
confianza, energía y un calor profunda y auténticamente humano. Y
la palabra cobra todo su significado, no hay lugar para la
mentira ni el engaño ¡Trato hecho!
Resuenan en el sombrero:
“The way you touch my
hand”.-
The Nomads (Suecia, 1985). Y Nómadas.- Franco Battiato (Sicilia (Italia), 1987).
2 comentarios:
Te felicito por tu inteligente aportación.
Gracias a ti por leerlo, Gulliver. Un saludo.
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