Era una tarde tremendamente calurosa y bochornosa, el sol se ponía tras las montañas incendiando el horizonte con fuego rojo y púrpura, mientras el aroma dulzón de los melocotones caídos impregnaba todo el aire y se extendía por las huertas del valle.
El precio de mercado había hecho irrentable la recolección, por lo que los melocotones maduros de piel aterciopelada caían de los árboles y quedaban diseminados por el suelo como si hubiese caído una lluvia de tizones encendidos.
No obstante, con aquel calor y la falta de lluvias era necesario regar los árboles, y la última hora de la tarde es el mejor momento para hacerlo. Por lo que el noble y trabajador Juan se enrolló el refajo de tela a la cintura, cogió el azadón, le dio un beso de despedida a su mujer y se dirigió con paso firme hacia el huerto.
Pero al llegar, Juan vio con cierto disgusto y decepción que Damián, el vecino de arriba, se le había adelantado y le escuchaba silbar mientras abría la compuerta de la acequia.
Damián era todo lo contrario que Juan, durante años había regentado una pequeña y sucia taberna en la que solía reunirse la peor calaña del pueblo. Era un tipo haragán, borrachín y pendenciero que finalmente se vio forzado a cerrar el negocio y, muy a regañadientes, tuvo que dedicarse al cultivo de un trozo de tierra que había heredado de su padre.
Damián carecía de conocimientos de agricultura y de vocación por la tierra, por lo que tenía una gran envidia de Juan, un agricultor honesto y trabajador que llevaba de manera ejemplar sus fincas, se había casado con una guapa y simpática moza con la que había tenido un par de preciosos niños.
Damián, al percatarse de la presencia de Juan, le miró de reojo con desdén y comenzó a actuar con gran parsimonia, con el único objeto de minar la paciencia del tranquilo Juan para tratar de sacarle de quicio.
El único vicio que se permitía Juan, de vez en cuando, era acudir a la cantina del pueblo para tomarse un vino y jugar al dominó con sus amigos. Procuraba no meterse en líos, a pesar de que en las escasas ocasiones en que se había cruzado con Damián éste le miraba con desprecio y le provocaba mediante indirectas y alusiones socarronas.
La enemistad llegaba hasta tal punto que, aunque carecía de pruebas, Juan estaba seguro de que Damián era el responsable de la muerte de una excelente higuera que él tenía justo en el rincón donde poco tiempo antes le había ganado un pleito en los tribunales por un conflicto de lindes.
La noche se echaba encima y entonces Juan escuchó el sonido del agua bajando por el desagüe, se acercó corriendo hasta el borde de la finca de Damián y comprobó indignado que éste había estado desperdiciando el agua, tirándola al río, en lugar de avisarle de que ya era su turno de regar. Juan, que era muy consciente del enorme valor que tiene un recurso escaso como el agua en estos tiempos de sequía, montó en cólera y con el azadón en ristre se dirigió a todo correr hacia Damián, mientras profería en voz alta todo tipo de insultos e improperios. Damián que en el fondo era un cobarde, al verle venir tan encolerizado, salió corriendo por entre los surcos. Juan fue tras él pisando los melocotones caídos de forma que su aroma dulzón se intensificaba.
Con los nervios, al saltar una acequia, Juan tropezó, cayó al suelo y exclamó un gemido, entonces Damián se volvió y al verlo allí tirado se lanzó hacia él como un perro salvaje, con los ojos inyectados de odio. Juan buscó a tientas el mango de la azada, la encontró e instintivamente la lanzó con fuerza contra Damián, con tan buena puntería que le acertó en plena sien. Un chorro de sangre salpicó de rojo los melocotones y añadió un salvaje matiz animal al aroma dulzón de fruta podrida que lo impregnaba todo.
“We came down the black dirt hill
Between the rows of blooming peaches
And we scattered leaping fawns
As we fell into the ditches.
Ahead of me ran Jackson
Who took a bullet to the chest
And beneath the swaying peaches
Jackson slowly bled to death.
But as his green eyes dimmed
I saw a fiery mist
Drift softly to the clouds
From between his cold, blue lips.
Now my eyes were opened
I stood up between the guns
I saw trails of smoke and fire
Flying everywhere I looked.
Like hands of glowing light
Trailing up from fallen peaches
And around the running fawns
Leaping through the branches.
Across the corpses on the hills
The sunset spread her flames
And her glowing fingers held me
As they dug my shallow grave.”
Traducción: “Bajamos por la colina de suelo negro, entre las hileras de los melocotoneros en flor, y dispersamos a los cervatillos saltarines, cuando caímos en las zanjas. Delante de mí corría Jackson, quien recibió un balazo en el pecho y, bajo los melocotones meciéndose, Jackson se desangró lentamente hasta morir. Pero cuando sus ojos verdes se nublaron, vi una niebla de fuego deslizándose suavemente hacia las nubes, de entre sus fríos labios azules. Entonces mis ojos se abrieron y me levanté entre las armas, vi rastros de humo y fuego volando por todas partes a donde miraba, como manos de luz resplandeciente alzándose desde los melocotones caídos y alrededor de los cervatillos corriendo, saltando entre las ramas. Por encima de los cadáveres en las montañas, la puesta de sol extiende sus llamas y sus dedos encendidos me sostienen mientras cavan mi somera tumba.”
2 comentarios:
Al leer el título, "Melocotones caídos", pensé que esta entrada trataría sobre la senectud...
Mientras la leía (ayer) con mucho calor, pensé que, en efecto, hace muchísimo calor.
:)
Mucho "Mosqui", la caló aprieta una hartá y todo (incluidos nuestros cuerpos) se conserva mucho peor.
Hasta por aquí por el norte estamos acojonados, antes de ayer cayeron dos rayos que nos dieron un susto, pero afortunadamente pudimos librar con sólo un par de hectáreas quemadas.
Por cierto, el relato de "Juan y Damián" lo he escrito yo, si bien está inspirado en otro que escribió Sebastián Juan Arbó en 1976 y que forma parte de una colección titulada "Relatos del Delta".
Saludos con sudores.
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