martes, mayo 07, 2013

GUERRAS SILENCIOSAS




Desde hace millones de años, se viene librando una silenciosa guerra entre las plantas y los animales fitófagos, así como entre éstos y sus depredadores. Se trata de una guerra de adaptación biológica y genética en la que tienen ventaja los pequeños organismos menos longevos con una elevada tasa de reproducción, ya que en ellos la selección genética de los mejor adaptados se lleva a cabo más rápidamente.

El ser humano lleva unos pocos siglos interviniendo en esta guerra, la cual empezó a desequilibrar con nefastas consecuencias, a partir de que, en el año 1939, el científico suizo Muller descubriese las propiedades insecticidas del DDT, una sustancia que se acumula en las grasas de los animales, por lo que se va acumulando a medida que ascendemos en las cadenas alimenticias. De forma que los insectos se van haciendo cada vez más resistentes al producto tóxico y lo acumulan en concentraciones 10 veces superiores a las que se aplican sobre la superficie de las hojas que devoran. A su vez, los reptiles y anfibios que se alimentan de insectos alcanzan en sus cuerpos concentraciones 100 veces superiores, que llegan a 10.000 en las aves rapaces que se encuentran en la cúspide de la cadena trófica, lo que llevó al borde de la extinción al Halcón Peregrino y al Águila Calva en Estados Unidos, a principios de los 70.

Afortunadamente, el uso del DDT fue prohibido en los años 70, pero desde finales de la década de los cincuenta hasta nuestros días, con la llamada “Revolución Verde”, aparecen en el mercado centenares de materias activas para combatir plagas de todo tipo. Grupos de materias activas como los clorados, fosforados, carbamatos, IGR, etcétera, dan origen a la creación de millares de compuestos químicos que, en muchos casos, son de una elevada toxicidad.

A medio y largo plazo, la aplicación masiva de estos productos ha dado como resultado que numerosas plagas hayan desarrollado una resistencia a los mismos, mientras que las poblaciones de insectos depredadores, anfibios, reptiles y aves se han visto notablemente reducidas, lo cual está provocando el repunte o contraataque de las plagas, que ahora campan a sus anchas, libres de sus enemigos naturales.

La Unión Europea se ha dado cuenta de este problema y ahora trata a toda prisa de regular y reducir la producción y uso de productos fitosanitarios, mediante la exigencia de costosas pruebas que demuestren su grado de toxicidad y su incidencia en el funcionamiento de los ecosistemas naturales, clasificándolos adecuadamente según categorías de toxicidad (Directiva 91/414/CEE), de manera que han dejado de fabricarse los más tóxicos; se han prohibido, con carácter general, las fumigaciones aéreas (salvo excepciones justificadas); recientemente se ha prohibido el uso de neonicotinoides (tóxico para las abejas); y se fomenta la agricultura ecológica, la lucha biológica o integrada contra plagas, así como la formación de los aplicadores de productos fitosanitarios (Directiva 2009/128/CE, de 21 de octubre de 2009, para conseguir un uso sostenible de plaguicidas).

En los trece años que llevamos de siglo, el número de plagas y enfermedades nuevas que aparecen cada año alcanza un porcentaje medio del 12%, las cuales se presentan de una forma cada vez más virulenta. Esto está siendo notablemente favorecido por un comercio internacional cada vez más rápido e intenso, a través del cual numerosos organismos colonizan nuevos países donde crean problemas más o menos graves, debido a la falta de adaptación de las especies vegetales y de los ecosistemas nativos a estos nuevos organismos exóticos introducidos.

Por ejemplo, una de las plagas más conocida y dañina es la llamada “Mosca blanca de los invernaderos” (Trialeurodes vaporariorum, segunda foto), un isóptero originario, según parece, de Brasil o de Méjico, que fue detectado en 1870 en plantaciones de tomates de Estados Unidos y que actualmente está presente en los invernaderos de todo el mundo, donde se cultivan tomates, pepinos y otros cultivos. Tras haberse hecho resistente a la mayoría de los insecticidas utilizados para su control, en los últimos años se están empleando parásitos y predadores naturales, tales como Encarsia formosa, Amblyseius swirskii, Eretmocerus eremicus, Eretmocerus mundus, Macrolophus caliginosus, Nesidiocoris tenuis y Ephestia kuehniella.

La avispilla del almendro (Eurytoma amygdali), procedente de Israel y Oriente Medio, alcanzó el S.E. de Francia en 1981 y en 2012 fue detectada en España por primera vez. Y la avispilla del castaño (Dryocosmus kuriphilus), que produce unas agallas en las hojas de este árbol (ver tercera foto), ha sido declarado organismo nocivo de cuarentena en la UE, es originaria de China, se detectó por primera vez en Europa (Italia) en el año 2002, en 2005 ya estaba en Francia y Eslovenia y en 2012 ya ha alcanzado la Península Ibérica (Girona), por lo que se calcula que avanza a una imparable velocidad de 80 Km./año.

En la lucha contra estos organismos se invierte mucho tiempo, dinero y esfuerzo, el año pasado la revista “Nature” publicó un trabajo del Doctor Miodrag Grbic, de la Universidad de Western Ontario (Canadá), sobre el genoma del ácaro Tetranychus urticae, conocido como “araña roja” (en la primera foto), que ha sido el fruto de una investigación que comenzó en 1998 y ha costado 4 millones de dólares, cofinanciados por el Ministerio de Energía de Estados Unidos, Genoma Canadá y la Unión Europea, en un proyecto internacional en el que han participado más de 30 instituciones científicas de todo el mundo, entre ellas el Instituto de Ciencias de la Vid y del Vino, con investigadores de la Universidad de La Rioja.

Esta diminuta “araña roja”, que sólo mide medio milímetro, está considerado una de las principales plagas agrícolas a nivel mundial, ya que se alimenta de más de 1.000 especies de plantas distribuidas por todo el planeta, excepto en los polos.

Este estudio internacional ha conseguido secuenciar el genoma de este artrópodo, lo que posibilitará desarrollar medidas que controlen las plagas y permitirá avanzar hacia nuevos nanomateriales derivados del estudio de su peculiar seda.

Según este trabajo, el secreto de la resistencia del ácaro ante los mecanismos de protección de las plantas se esconde en los genes encargados de eliminar toxinas de origen vegetal.

Lo más sorprendente es que la araña roja integra en su genoma algunos genes detoxificadores procedentes de bacterias, hongos y plantas que utiliza como arma para combatir las defensas de las plantas de las que se alimenta”, revela Vojislava Grbic, investigadora de la Universidad de Western Ontario y del Instituto de Ciencias de la Vid y del Vino del CSIC, coautora del trabajo.

Miodrag Grbic añade que el trabajo ha revelado que el genoma de la “araña roja” es particularmente pequeño, “25 veces menor que el de una garrapata pero con gran cantidad de genes, 18.414. En relación a su tamaño, multiplica por 30 los genes que tiene un humano (25.000)”, señala. “Es un genoma muy denso dado que los genes ocupan la mitad de la secuencia. En un genoma humano, los genes sólo ocupan un 1,5%”, recalca Grbic.

Con esta información “la idea es desarrollar nuevas tecnologías para controlar dicha plaga sin pesticidas con un acercamiento genómico y ecológico”, explica Miodrag Grbic, autor principal del trabajo e investigador vinculado al Instituto de Ciencias de la Vid y del Vino.

Los resultados de este trabajo plantean nuevas formas de desarrollo para una agricultura más sostenible. “Estas estrategias podrían incluir desde la mejora genética para obtener plantas resistentes a la araña roja, hasta aproximaciones biotecnológicas que contribuyan a desarrollar alimentos completamente libres de plaguicidas”, explica la investigadora Isabel Díaz, del Centro de Biotecnología y Genómica de Plantas.

Las invasiones de este ácaro afectan a más de 150 plantas de interés agrícola como cultivos de tomate, vid, pepino, pimiento, fresa, manzano, peral, maíz, clementinas o soja. Los gastos anuales para controlar las poblaciones de este ácaro y los daños que provoca se acercan a los 740 millones de euros, por lo que la inversión de 4 millones de dólares está plenamente justificada.

Además, derivado de este estudio se han descubierto las increíbles propiedades de la seda que produce este ácaro, con un gran potencial de desarrollo como bio-nanomaterial: “La seda de este ácaro es única. Es muy fina, mucho más que la de una araña, y el diámetro de sus fibras de seda es nanométrico. Se trata de un bio-nanomaterial natural y sus usos podrían aplicase en materiales para la industria aeronáutica y automovilística”, declara Grbic, director de la investigación.

Este material tan particular “podría tener posibilidades de uso en regeneración de tejido humano como un rastrel para crecimiento de células, para crear microcápsulas donde entregar los medicamentos o incluso para huesos artificiales”, apunta el autor.

Su composición más sencilla supone grandes ventajas para su explotación comercial”, explica Marisela Vélez, del Instituto de Catálisis y Petroleoquímica del CSIC. La secuenciación de los genes de este artrópodo “facilitará su expresión y modificación para obtener el material a precios competitivos, algo que todavía no se puede hacer con la seda de araña debido a su mayor complejidad”, afirma Vélez.

Precisamente, es el rastro de seda que deja la “araña roja” tras de sí, de lo que se sirve uno de sus predadores naturales, que se utiliza para el control biológico de esta plaga, otro ácaro llamado Phytoseiulus persimilis, que fue descubierto casualmente en Alemania, en el año 1958, en unas raíces de orquídeas que procedían de Chile.

Es decir, para combatir las plagas exóticas se utilizan predadores y parásitos naturales, igualmente exóticos. Se supone que, pasado un tiempo, todos los bichos y plantas del mundo habrán llegado a todos los lugares que reúnan las condiciones necesarias para su subsistencia, y las poblaciones alcanzarán un nuevo equilibrio global o terráqueo, pero siempre dinámico, para que la guerra continúe, con o sin el hombre.

Leo en silencio: “Primavera Silenciosa”.- Rachel L. Carson (Maryland (USA), 1962).

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