Nuestra
cultura occidental, forjada a base de guerras, revoluciones, luchas, odios y
rencillas entre Estados, religiones, nobles feudales, dictadores, partidos,
facciones y simples vecinos, nos ha enseñado que, en este mundo, sólo hay dos opciones:
O eres de los que están arriba (ganadores) o eres de los que están abajo
(perdedores). En los últimos tiempos, afortunadamente, hemos sustituido las
luchas sangrientas por contiendas deportivas, en las que se sigue fomentando la
competitividad que, suponemos y nos aseguran, es algo natural y consustancial
al ser humano.
Pues
bien, estudios científicos recientes demuestran que todo eso es FALSO: Los
seres humanos, libres de presiones externas, tendemos a colaborar, de forma
espontánea y natural, para resolver los problemas. Pero entonces ¿Por qué nos
gustan tanto las competiciones deportivas? Lo realmente divertido del deporte
es jugar y, en aquellos deportes colectivos, también lo es la colaboración y la coordinación que
supone el trabajo en equipo. La competición sólo añade tensión y estrés para
los participantes, si bien para los espectadores supone esa chispa de morbo a
la que somos tan adictos.
Está
claro que nos han inculcado que la estrategia predominante e incluso única es
la de ganar-perder. Es cierto que durante los últimos años, en los cursos de
trabajo en equipo, inteligencia emocional y resolución de conflictos se nos
dice que la mejor estrategia es la de ganar-ganar, pero, sin embargo, ésta sólo se aplica a ámbitos reducidos como el funcionamiento interno de la propia empresa, al objeto de competir
mejor dentro del mercado "libre". Es decir, que a nivel de funcionamiento de la
sociedad se sigue aplicando el principio ancestral de machacar al enemigo, el
revanchismo y la ley del ojo por ojo.
Estos
sentimientos son nefastos para nuestra salud física, mental y emocional. Hemos
construido entre todos un sistema intrínsecamente perverso en el que nadie es feliz. Los de abajo, los oprimidos, los explotados, los marginados es evidente
que lo están pasando muy mal, el índice de pobreza en España y en la mayor
parte del mundo se ha disparado hasta límites insostenibles. ¿Y los de arriba?
¿Creemos que son realmente más felices los que están arriba? Seguro que ellos
no sufren penurias económicas, pero… ¿Puede ser realmente feliz alguien como José María Aznar, encerrado tras los muros de 3 metros de alto de su mansión de
3 millones de euros, rodeado permanentemente de seguridad, alarmas,
guardaespaldas y escoltas, sin poder salir a tomarse una caña tranquilamente al
bar de la esquina? En este mundo, cada vez con mayores desigualdades, los
pobres cada vez viven peor, pero los ricos se ven obligados a vivir cada vez
más aislados y encerrados en sus jaulas de oro. Si lo pensamos bien, en el
fondo, absolutamente todos somos víctimas de un sistema intrínsecamente perverso.
Tarde o
temprano, todos o al menos una mayoría significativa de la población, nos
daremos cuenta de que es necesario cambiarlo antes de que el sistema acabe con
nosotros y con buena parte del planeta, debido a los insostenibles y enormes
desequilibrios ambientales que estamos produciendo, porque no sólo estamos
machacando nuestra salud, nuestra mente y nuestra cultura, si nos tratamos mal
a nosotros mismos qué no estaremos haciendo con el aire, el agua, el suelo y
todos los seres vivos con los que compartimos este planeta?
Los
cambios para avanzar en la buena dirección no deben consistir en un quítate tú
para ponerme yo, ni en un revanchismo visceral. Hay que superar las emociones
irracionales de las ideologías y concentrarnos en la colaboración de todos,
fomentando la máxima participación ciudadana en la toma de decisiones, una
distribución justa de la riqueza aplicando la justicia y el sentido común ¡No
es tan difícil hacer las cosas bien!... Si se quiere, claro.
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