Siento un profundo respeto por las culturas aborígenes que han sido capaces de vivir en armonía con su entorno durante miles de años. A muchos occidentales nos pesa la conciencia por las atrocidades e injusticias cometidas contra estas culturas ancestrales, por lo que sentimos la necesidad de resarcirles de algún modo. En mi caso, cuando hablé sobre los nativos norteamericanos, desconocía una figura fundamental: poeta, cantante de rock (mundo en el que fue introducido por Jackson Browne, en 1979), actor, activista político defensor de los derechos de las tribus, como es John Trudell (en la foto), de los Santee Sioux, a quien ahora, con esta modesta entrada, quiero rendir tributo, para descargar unos gramos de la pesada carga que oprime nuestra conciencia colectiva.
Durante miles de años, antes de que los españoles llevásemos los caballos al continente americano, la única huella que dejaron los millones de nativos que allí vivían fueron unas discretas veredas hechas a base de leves pisadas con mocasines, sobre una tierra que era considerada una madre sagrada.
Para un piel roja, es impensable clavar estacas en el suelo para delimitar un terreno y mucho menos dinamitar montañas para construir ferrocarriles, túneles y carreteras. A lo sumo, utilizaban el fuego para conservar los mares de hierba de las praderas, en los que se nutría su principal sustento –el bisonte o “tatanka”-. Y pedían perdón y permiso a la madre tierra, antes de arañarla levemente con sus toscas azadas, para cavar unos pocos metros cuadrados, en los que cultivar maíz, frijoles y calabazas.
Los nativos, para sentirse realmente vivos, necesitan estar en plena conexión, en “comunión”, con la tierra, con las montañas, los riscos, las rocas, el aire, los vientos, el agua, los ríos, las cascadas, los lagos, el suelo, la hierba, los árboles, los animales y sus semejantes, es decir con la totalidad de los elementos que integran su paisaje y su entorno vital, pero especialmente con los seres vivos con los que comparte el maravillosos don de la vida. Y lo hace a todos los niveles: físico, emocional, mental y espiritual.
Disfrutan de un libre albedrío basado en el respeto, el amor y la justicia, unos valores que maman de su cultura. No necesitan que nadie les imponga el cumplimiento estricto de unas leyes, sencillamente, ellos ya forman parte del orden natural, están impregnados de él, lo llevan en la sangre, nadie tiene que recordárselo.
En este sentido de tener que recordar, en algunas tribus africanas, cuando nace un niño, su madre lo lleva al bosque donde, inspirada por los espíritus, le compone una canción, de modo que cada persona tiene su canción, la cual le acompañará en los momentos más importantes de su vida. Su tribu, sus familiares y amigos se la cantarán durante los rituales de iniciación, al alcanzar la mayoría de edad, en el momento de su boda, cuando caiga enfermo, para ayudar a que se cure y, finalmente, cuando muera y regrese a la tierra de donde proviene. Incluso, cuando el individuo comete alguna infracción o delito, no hay un castigo ejemplar, sino que la persona es rodeada por el resto de la tribu y le cantan su canción para recordarle su verdadero ser, el auténtico yo que ha olvidado o del que se ha alejado durante un momento de debilidad u obcecación.
Para los nativos norteamericanos, el hombre blanco está perdido porque ha cortado el cordón umbilical que le une a la madre tierra, se ha convertido en una especie de “muerto ambulante” que se dedica a acarrear pesadas piedras, de acá para allá, totalmente desorientado.
Estamos domesticados, somos como bueyes amodorrados a los que nos colocan un yugo y nos ponen a tirar de un carro, en el que nos vamos cargando de un montón de cosas innecesarias, y además nos colocamos unas anteojeras que nos impiden ver el mundo real que nos rodea, de manera que únicamente nos centramos en el camino que tenemos por delante y en el duro trabajo que nos hemos autoimpuesto o, como solemos preferir decir para exculparnos, que conllevan las responsabilidades de la vida o que nos exige la sociedad.
Desgraciadamente, esta apisonadora del mundo moderno se está llevando por delante la rica diversidad de las culturas aborígenes, despojándoles de sus tierras, destruyendo sus lugares sagrados, despreciando sus creencias, marginándoles, excluyéndoles y hasta exterminándoles. Cayeron aniquilados por nuestras enfermedades, nuestros licores, nuestras drogas, nuestros vicios, nuestro materialismo, nuestro egoísmo, nuestra avaricia y nuestras guerras.
Muchos indios, para salir de la miseria y ganarse el respeto de sus compatriotas, se alistaron en el ejército y combatieron en guerras, pero al regresar a su país seguían siendo unos pobres indios, incultos, marginados y borrachos, que, con frecuencia, acababan sus días ahogados en su propio vómito o congelados en una esquina, al quedarse dormidos a la intemperie, por efecto del alcohol y la depresión.
John Trudell, además de poeta, músico, actor y activista político, es un veterano de la guerra de Vietnam, marcado por la tremenda tragedia que supuso la muerte de sus tres hijos, su mujer y su suegra, cuando en 1979 se incendió la cabaña en la que se encontraban, en la reserva india de Duck Valley (Nevada).
Pero tampoco hace falta irse tan lejos, ya que también estamos acabando con las raíces naturales de nuestra propia cultura occidental, al despreciar y anular el mundo rural. Donde no existen escuelas en las que se enseñe a los niños de los pueblos a conocer y aprovechar de forma sostenible los recursos naturales de su entorno, a veces ni siquiera hay escuelas o colegios de ningún tipo. Despreciamos y nos reímos del paleto de la boina, el campo se ha convertido en un mero escenario verde en el que escapar, de vez en cuando, de los agobios de la vida urbana.
No se trata de volver al pasado, llevando una economía de subsistencia, trabajando de sol a sol, sin disfrutar de ninguna comodidad, ni de tiempo libre para el ocio. Se trata de aprovechar los conocimientos, medios y tecnologías actuales para poder vivir digna y cómodamente en el campo, en armonía con el medio natural y, por lo tanto, de manera sostenible.
Resuena en el sombrero: “Carry the stone”.- John Trudell (USA, 2001).
No hay comentarios:
Publicar un comentario