Parecía
encontrarme en una húmeda y perdida selva centroamericana, pero en realidad me
hallaba en medio de un neblinoso hayedo, bajo cuyas espesas copas se filtraban algunas gotas de txirimiri
arrastradas por el viento del Norte.
No, no
estaba en Centroamérica, sino muy cerca de casa, en la cara opuesta de la
montaña que desde Logroño ofrece la estampa de un león dormido (foto 16ª),
aunque, paradójicamente, me invadía esa dulce congoja o ilusionante tensión que
debieron sentir los exploradores que pusieron el pie por primera vez sobre
tierras vírgenes.
Lo cierto es
que ya había estado por esa zona, un par de veces antes, pero nunca me había
adentrado tanto, hasta encaramarme a los pies del vertiginoso acantilado (foto 14ª)
que conforman los estratos verticales que corta la falla de la Sierra de
Cantabria (foto 15ª), en el extremo oriental de los Montes Obarenes.
Se trata de
un pequeño entrante de Navarra en el territorio de Álava, muy cerca de La
Rioja. En estos riscos calcáreos confluyen los climas atlántico y mediterráneo,
por lo que es bastante frecuente que el manto de nubes bajas, que se extiende
desde el mar Cantábrico, trate de descolgarse como una cascada incipiente hacia
el Valle del Ebro, donde, por efecto del cierzo y del sol, las nubes se
disuelven nada más asomar por encima del filo del cuchillo que constituyen
estos escarpados riscos.
Así, en la
cara sur, que disfruta de un clima más mediterráneo y soleado, predominan las Encinas (Quercus ilex ssp. ballota), los Quejigos (Q. faginea), los Cerezos de Santa Lucía (Prunus mahaleb), los Enebros de la miera (Juniperus oxycedrus),
las Sabinas
moras (J.
phoenicea), con un sotobosque de Boj (Buxus sempervirens), Espiraea (Spiraea hypericifolia
ssp. obovata) y las matas rastreras de la Gayuba (Arctostaphyllos uva-ursi) y
la Bufalaga (Thymelaea ruizii), junto a unos característicos claveles de pétalos rosados y bordes desflecados (Dianthus hyssopifolius).
Mientras que
en la cara norte, más fresca y neblinosa tenemos un hayedo (Fagus sylvatica)
con Avellanos (Corylus avellana), Tilos (Tilia platyphyllos), Serbales (Sorbus aria, S. domestica y S. torminalis), Alsinas o Encinas cantábricas (Quercus ilex ssp.
ilex), Temblones (Populus tremula), con algunos Acebos (Ilex aquifolium) y Tejos (Taxus baccata) salpicados por aquí y por allá. En cuyo sotobosque
también predomina el omnipresente Boj, bajo el cual encontré por primera vez
una escasa planta que llevaba un tiempo buscando sin éxito por los hayedos
riojanos, se trata de la bella Daphne laureola (fotos 3ª y 4ª), pariente
próximo del Torvisco (Daphne gnidium) y de la mencionada Bufalaga (familia Thymelaeceae).
Según la
mitología griega, Daphne era una dríade (ninfa de los árboles) que fue
protagonista de un desgraciado amor con Apolo, huyendo del cual quedó
convertida en un árbol de laurel. De modo que la palabra Daphne laureola es un
tanto redundante.
Ciertamente,
las hojas de la Laureola son de un intenso color verde, brillantes, lustrosas y
satinadas, como las del Laurel, si bien carecen de su delicado aroma. Entre
ellas, en primavera, asoman discretamente unas pequeñas y alargadas flores
amarillentas que más tarde se transforman en unos frutos negros y brillantes,
de los que, a principios del otoño, sólo pude encontrar el único ejemplar que
veis en la tercera foto. De ahí que me pareciese estar en las selvas de
Centroamérica, buscando el misteriosos grano de alguna rara variedad de café.
Otras matas
y arbustos que portan vistosos frutos en estas fechas son la enhiesta Lantana (Viburnum lantana, 1ª foto) y el rastrero Cotoneaster integerrimus (2ª foto).
Caminando,
caminando, me topé con el pie del escarpado cantil, y allí, sobre una estrecha
repisa, como si de un trono se tratase, encontré por fin al rey Tejo (foto 9ª),
con su oscuro y perenne follaje, vistiendo sus ramas inmortales.
Al caminar
por la penumbra del hayedo, me di cuenta de que hay bastantes plantas del
sotobosque que, al objeto de interceptar el mayor número posible de los escasos
rayos solares que consiguen llegar hasta el suelo, han adoptado la misma
estrategia (convergencia evolutiva) consistente en desarrollar hojas palmeadas
que se distribuyen horizontalmente en todas direcciones, como si fuesen los
radios de un paraguas o sombrilla, así tenemos a la propia Daphne laureola
(foto 4ª), al Heléboro verde (Helleborus viridis, foto 5ª), la Euphorbia amygdaloides (foto 6ª), el
Galium odoratum (foto 7ª) y hasta la crasulácea Sedum forsterianum (foto 8ª).
Una de las
pocas plantas capaces de florecer en el umbrío sotobosque de los hayedos es la
orquídea Epipactis
fageticola, de la que ya hablamos en una entrada anterior.
Mientras que
en los matorrales más soleados podemos encontrar, además del omnipresente Boj,
matas de brezo (Erica vagans), aulaguino (Genista hispanica) y plantas bulbosas
que florecen en estas fechas como la Merendera montana y la Scilla autumnalis.
En un
pequeño terraplén de grava, iluminado por un escueto claro en el dosel del
hayedo, abierto por la estrecha vereda, descubrí un par de diminutas y
delicadas flores de la labiada Galeopsis angustifolia (foto 10ª). Muy cerca de
donde también asoma una rama del raro Peral silvestre de hojas acorazonadas
(Pyrus cordata, foto 11ª).
A pesar de
que el mes de septiembre ha sudo bastante seco, los escarpes de estas sierras y
las ramas de las hayas son capaces de peinar o rastrillar las nubes arrastradas
por el viento, arrancándoles algunas gotas de agua que precipitan en la llamada
“lluvia horizontal”, siendo esa ligera humedad suficiente para que los
sombreros de algunas tímidas setas asomen entre el musgo del sotobosque, como
sucede con el bello ejemplar de Oudemansiella radicata que se encarama sobre un tocón de haya (foto 12ª) o el más
sofisticado sombrero de leopardo rematado con un adorno de hoja seca de haya
que luce el Coprinus picaceus (foto 13ª).
Cansado y
hambriento por la caminata, regresé al coche y, en el camino de vuelta, paré a
tomar algo en la cafetería de una gasolinera, donde fui amablemente atendido
por una camarera de dulce acento latinoamericano que, sobre el bolsillo de su
camisa, mostraba una etiqueta que ponía “Daphne”.
Dudo mucho
que se pueda hacer café con las semillas de la Daphne laureola, pero, de ser
así, seguro que sería capaz de despertar al pétreo león de su sueño milenario.
De lo que no me cabe la menor duda, es que aquel café con aquel bollo que me
sirvió Daphne, aquella mañana, me supieron a gloria.
Resuena en
el sombrero: “Lay Down Sally”.- The Seldome
Scene (Maryland (USA), 1985). Un tema original de Eric Clapton, quien lo
compuso en 1977, si bien esta versión, en clave Bluegrass, de la Seldome Scene,
es de las que crea afición a este género tan propio del campo.
All fotos by Mad Hatter.
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